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Guerra sin fin

Por José Miguel Insulza

La escalada en el Medio Oriente pone al mundo al borde de un conflicto mayor. Frente a ella y en ausencia de reformas necesarias para hacer más democráticas las Naciones Unidas, los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad deberían asumir su responsabilidad para arbitrar seriamente esta situación.

A pocos días de recordar los horrores de la matanza del 7 de octubre en Israel, que quitó la vida a cerca de 1.000 ciudadanos y la brutal represalia que la siguió y continúa, ya con más de 42.000 muertos, incluyendo numerosos niños, mujeres y ancianos, una nueva escalada en la guerra sacude al Medio Oriente y la crisis que se inició en Gaza se hace cada vez más regional

Luego de una semana de bombardeos intensos sobre El Líbano, las tropas de Israel entraron al sur de ese país, en una ofensiva que ya alcanza a cerca de 1.000 víctimas libanesas y no parece que vaya a cesar pronto. Por mucho que se diga que Israel logró su objetivo inicial, al matar a Hassan Nasrallah, el líder indiscutido de Hezbollah y a otros dirigentes de la insurgencia shiita, el propio Benjamín Netanyahu se encargó de afirmar que la invasión continúa, afirmando que “conseguimos grandes logros, pero el trabajo aún no está completo. En los próximos días afrontaremos desafíos importantes y los enfrentaremos juntos”.

Lo de “enfrentar juntos” ciertamente no incluye a parte importante de la población de Israel, ansiosa de un cese del fuego, incluso temporal, para rescatar a los rehenes que están aún en manos de Hamas; tampoco incluye al gobierno de Estados Unidos, que se apresuró a exigir el retiro de las tropas israelíes y la búsqueda de acuerdos para contener la escalada. Ello no es fácil, porque Irán, el mayor soporte de Hezbollah, decidió bombardear con a Israel con cerca de 150 misiles y, aunque hasta ahora no se reportan víctimas del ataque, eso permitió a Netanyahu prometer a los iraníes que “pagarán por ello”.

La fuga masiva de ciudadanos libaneses hacia el norte de su país, muestra que muy pocos creen que Israel se retirará pronto de su territorio. Además, en un país profundamente dividido como es El Líbano, esta nueva invasión hace recordar la anterior, de hace 40 años, cuando el Ejército de Israel mantuvo sitiada la capital de Beirut, exigiendo la salida del país de las fuerzas de la Organización para la Liberación de Palestina, lo cual tardó varios meses. Peor aún, en un país profundamente dividido como es El Líbano, se recuerda la “Masacre de Sabra y Shatila”, cuando entre el 16 y el 18 de septiembre de 1982, la Falange Libanesa, la mayor milicia cristiana del país asesinó a más de 3.000 palestinos y libaneses shiitas, con el apoyo de las Fuerzas de Defensa de Israel, que rodeaban al barrio de Sabra y el campo de refugiados de Shatila, impidiendo que nadie se fugara de ellos.

Después de esa masacre, Hassan Nasrallah asumió el mando de su movimiento que, apadrinado por Irán, llegó a ser el más poderoso enemigo en la frontera con Israel. Y un Líbano fracturado pasó a ser el refugio del extremismo que provocó la crisis que hoy vive esta región.

La nueva escalada de la guerra en el Levante Mediterráneo amenaza a los demás países de la región, que deben adoptar posiciones ante ella. Desde luego, hace imposible que los países árabes mantengan la actitud benévola que algunos guardaron hacia Israel. El gobierno de Netanyahu ha pasado nuevamente a ser el enemigo, mientras que todos vuelven a abrazar la “Causa Palestina”. Los vecinos más cercanos, especialmente Jordania, Siria y Turquía, usan distintas formas de ponerse a cubierto de una extensión del conflicto. El muy duro discurso del Presidente de Turquía, Recep Tayiik Erdogan, el único miembro de la OTAN de la zona, en la Asamblea General de la ONU; y el reconocimiento pleno brindado a Palestina por el Gobierno de España, muestran las dificultades que esa Alianza tendría para apoyar a Israel.

En suma, Israel está aislado en su región: no hay ningún gobierno alrededor que muestre alguna simpatía con su situación. Su único apoyo podría venir del Occidente, especialmente de Estados Unidos. Hace un año el gobierno de Joe Biden le entregó su apoyo incondicional, que luego se ha ido debilitando, por la prolongación de la emergencia y la evidencia de que su ofensiva hacia Gaza se ha convertido en una verdadera masacre. Hoy, el conflicto palestino no es un problema para Trump, que probablemente no tiene ni un solo elector que no apoye a Israel. El problema es de Biden y Kamala Harris, porque los estadounidenses quieren el fin del conflicto y una minoría simpatiza con la causa Palestina.

Las interminables negociaciones del Secretario de Estado Anthony Blinken al menos han conseguido mantener hasta ahora la esperanza de que el conflicto tenga una salida. Pero incluso esa posibilidad parece estrecha, mientras el gobierno de Israel no acepte negociar alguna salida. Y ello no es posible mientras la coalición gobernante siga siendo dominada por una extrema derecha recalcitrante. Hace unos días, por ejemplo, cuando ante las presiones norteamericanas Netanyahu pareció aceptar algún cese del fuego, se vio inmediatamente obligado a retractarse ante las amenazas de sus aliados internos de la extrema derecha.

Sin embargo, Netanyahu tampoco parece tener mucha prisa en concluir este conflicto con una negociación. Sabe que en el momento mismo en que el conflicto concluya, él quedaría fuera del gobierno. Apoyado en fuerzas de extrema derecha y contando con la necesaria imagen de unidad que toda nación en aprietos debe tener, ha conseguido mantenerse y seguirá así mientras haya guerra. Pero para recuperar una mínima credibilidad y tolerancia en el Medio Oriente, Israel debe cambiar gobierno y eso lo entiende Netanyahu. Es la guerra lo que le permite mantenerse en el poder.

La sobrevivencia política de Netanyahu no es la única razón de la continuidad de la crisis. También revela la grave situación de un sistema internacional incapaz de resolver conflictos, a menos que cuente con el consenso de los miembros permanente de su Consejo de Seguridad. Una gran mayoría de 163 de los 193 miembros de las Naciones Unidas reconocen al Estado de Israel. Casi todos ellos aceptan la fórmula de dos Estados soberanos e iguales en el territorio palestino; y a pesar de eso, la ONU no está en condiciones de alcanzar una solución pacífica. Esta dramática realidad se une a la del otro conflicto grave iniciado en estos años, con la invasión rusa de Ucrania.

Estas dos crisis mayores del mundo de hoy revelan una realidad dramática: la desobediencia fragrante del derecho internacional por parte de sus actores, sin que la comunidad internacional pueda obligarlos a acatarlos. Se puede bombardear todos los días las ciudades ucranianas o las escuelas de Gaza donde hay civiles, sin respetar las leyes de la guerra, escritas hace décadas. Israel puede desatar represalias matando un gran número de niños y ancianos haciendo caso omiso de normas internacionales compartidas por todos. Y lo peor es que ello ocurre una y otra vez y no hay exigencia ni sanciones exigibles por parte de la sociedad internacional. La nueva y terrible nueva normalidad es que, mientras haya una superpotencia que viole el derecho internacional o que proteja a quien lo hace, el sistema no puede reaccionar.

La naturalización de conductas contrarias al derecho de gentes se une a la incapacidad total para negociar los conflictos. Después de años de lucha, las condiciones de las partes para entrar en una negociación son las mismas demandas que provocaron el conflicto. Nadie parece entender que, si un conflicto fue iniciado por posturas contradictorias, la solución negociada sólo puede venir con concesiones de las partes. Al contrario, la persistencia en posiciones de verdad absoluta asegura la continuación de los conflictos.

La escalada en el Medio Oriente pone al mundo al borde de un conflicto mayor. Frente a ella y en ausencia de reformas necesarias para hacer más democráticas las Naciones Unidas, los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad deberían asumir su responsabilidad para arbitrar seriamente esta situación, antes que ella se haga más extrema y profunda; peor aún, antes de que en este mundo fragmentado surjan nuevos protagonistas que crean que pueden dejar de lado las normas de convivencia y el derecho internacional.

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