La reciente visita a Venezuela de la alta comisionada de ONU para los Derechos Humanos, su robusto informe y el diálogo la semana pasada en el Consejo de Derechos Humanos (CDH) en Ginebra constituyen un claro parteaguas que establece sin ambages la situación de violación grave a los derechos humanos económicos, sociales, políticos y civiles de la población venezolana por parte de agencias del gobierno, incluidas estructuras locales del partido oficial y colectivos armados, destacando en particular la extrema violencia y discriminación contra las mujeres, los indígenas, los defensores de los derechos humanos, periodistas y comunicadores.
Queda claro que no hay vuelta atrás en términos de las obligaciones del Estado venezolano para desplegar el máximo de esfuerzos en la restitución, reparación y protección de los derechos humanos en el país. La celeridad con que el régimen madurista respondió con 70 observaciones hace pensar que no les fue una sorpresa el contenido del informe, aunque seguramente sí su contundencia. De ahí también la liberación casi inmediata de varias docenas de personas privadas de libertad. Es de esperar que se continúe por esta senda.
Vale la pena leer con detenimiento las recomendaciones. Estas contienen acciones urgentes e inmediatas, tales como la liberación de las personas arbitrariamente privadas de libertad e inmediata atención a la crítica situación humanitaria en salud, especialmente materno-infantil y salud sexual y reproductiva, agua y alimentación, agravada últimamente por las sanciones económicas de EE.UU. y la lentitud del régimen para aceptar ayuda internacional. El informe también refiere a acuerdos ya comprometidos por el gobierno, como permitir el acceso irrestricto a los centros de detención y monitorear sus condiciones, evaluar los obstáculos para el acceso a la justicia y la constitución de la Comisión de Prevención de la Tortura.
A objeto de ello han quedado en Caracas dos funcionarios de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas, y aunque la alta comisionada da un plazo de seis meses para establecer una sede, creemos que las condiciones están ya dadas para hacerlo. Se posibilitaría así el trabajo coordinado y continuo por muchas agencias nacionales e internacionales de alivio a la terrible situación de hambre y enfermedad, atender las urgentes tareas de protección y promoción de los derechos humanos, y el restablecimiento gradual de condiciones de seguridad y justicia básicas, todo lo cual contribuiría a crear un espacio más propicio para el diálogo social y político. Los miembros del Consejo de Derechos Humanos, entre ellos Chile, deberían asegurar a través de la Asamblea General de que Bachelet y la ONU dispongan de los medios financieros y materiales para actuar.
En la dimensión política, Bachelet ha sido clara y vehemente al denunciar que “el gobierno ha acelerado la erosión del Estado de Derecho y el desmantelamiento de las instituciones democráticas, incluida la Asamblea Nacional”. Luego que la oposición ganara la mayoría en la Asamblea Nacional se produjo “un incremento de la represión selectiva de la oposición política y una restricción incesante del por sí limitado espacio democrático”. Con tino, sin embargo, la alta comisionada se ha abstenido de señalar cómo se conseguiría el restablecimiento de la paz social y el orden democrático, lo que no le corresponde hacer, salvo en lo inmediato efectuar un llamado a detener y castigar los actos de persecución política, y uno más amplio al diálogo. Claramente, les ha dejado a los actores políticos nacionales e internacionales esa responsabilidad.
Las evidencias sobre violaciones y las acciones para repararlas contenidas en el informe son de tal magnitud y consecuencias futuras que no bastará con lo señalado hasta ahora. No faltan en Chile y otros países los que por desconocimiento o mala fe exigen acciones más allá de lo que le es dable a una alta funcionaria de ONU como, por ejemplo, señalar que debería encaminar su informe a la Corte Penal Internacional. Corresponde tal decisión a los gobiernos miembros de Naciones Unidas, una vez constatadas las circunstancias que permitirían un acuerdo político internacional para conseguirlo.
Mientras se desarrollan, y es de esperar fructifiquen, las conversaciones políticas facilitadas por Noruega y la Unión Europea con Enrique Iglesias, Chile y el Grupo de Lima harían bien en proponer en el CDH una comisión de investigación que documente exhaustivamente las graves violaciones a los derechos humanos en Venezuela en la última década, sentando así las bases para un proceso nacional de reparación, justicia y memoria. El diálogo político facilitado internacionalmente que conduzca a un gobierno de transición y elecciones libres, y la investigación sobre vulneraciones graves, son dos pilares que deberían contar con el apoyo político y operativo del secretario general de ONU.
Contenido publicado en: El Merurio