Por Carlos Monge
Shock y conmoción… Son las únicas palabras capaces de calificar el impacto que produjo en Brasil el anuncio formulado por el Presidente Donald Trump, el 9 de julio pasado, a través de una carta que la Cancillería brasileña devolvió a su firmante, al considerarla ofensiva y fuera del habitual tono diplomático, advirtiendo que los productos brasileños con destino al mercado estadounidense serían castigados con un alza de 50% en los aranceles de ingreso a ese país, a partir del primero de agosto próximo.
Las razones esgrimidas para esta inusual medida son básicamente tres: i) la intención de “rectificar las graves injusticias del régimen actual” de intercambio comercial, las que, a juicio de Trump, perjudican notablemente a su país; ii) el deseo de terminar “inmediatamente” la “caza de brujas” que, en su opinión, sufre su amigo, el ex Presidente Jair Bolsonaro, sometido a proceso por la justicia brasileña por un intento de golpe fallido luego de haber perdido en las urnas la posibilidad de reelegirse como mandatario, a fines de 2022; y iii) procurar poner coto a “los maliciosos ataques de Brasil” a la libertad electoral y de expresión que se manifestarían a través de “órdenes de censura secretas e ilegales emitidas contra plataformas de redes sociales estadounidenses”, a las que el Supremo Tribunal Federal (STF) de Brasil, y, en particular, el magistrado Alexandre de Moraes, habría atacado, restringiendo sus acciones y amenazándolas con severas multas.
Muchos pensaron que se estaba ante una nueva variante del conocido estilo Trump de negociar. Vale decir, te amenazo con una sanción muy fuerte y te obligo a llegar a la mesa de discusión de los temas en disputa del modo más cohibido posible con el fin de imponerte yo mis términos. Estrategia que, al menos en este caso, no le ha funcionado mucho. En efecto, dos días antes, el lunes 7 de julio, al poner término a la XVII cumbre de los BRICS, que se realizó en Rio de Janeiro, Lula ya había echado a andar una estrategia defensiva preventiva.
Al tanto de que Eduardo Bolsonaro, el tercer hijo de Jair Bolsonaro, quien se tomó una licencia en su cargo de diputado para viajar a EE.UU., con objeto de hacer un intenso lobby ante Trump para que Washington enviara mensajes contundentes a Brasilia tendientes a aliviar el proceso judicial que se sigue contra su padre, por alimentar los disturbios del 8 de enero de 2023 que pretendían reinstalarlo en el Palacio del Planalto, había redoblado su campaña en el país del Norte, Lula no ahorró epítetos y fue meridianamente claro al enfrentar a su colega estadounidense.
“No queremos un emperador”
«No me parece algo muy responsable ni serio que el presidente de un país del tamaño de Estados Unidos amenace al mundo en Internet -dijo, aludiendo a unos posteos previos de Trump en una red social-. No es correcto. Tiene que saber que el mundo ha cambiado. No queremos un emperador”. Y añadió: «Somos países soberanos. Si él cree que puede gravar, los países también tienen derecho a hacerlo. Existe la ley de la reciprocidad. Las personas necesitan aprender que el respeto es muy bueno. Nos gusta dar y nos gusta recibir, y es preciso que las personas entiendan el significado de la palabra soberanía”.
Es obvio que Brasil no es el único país que ha padecido en carne propia el unilateralismo rampante de Trump, que se arroga el derecho a saltar sobre cualquier atisbo de legalidad internacional desde que en abril de este año inició su guerra comercial 2.0, apuntando principalmente a China y Rusia, sus enemigos declarados, junto a Irán y Corea del Norte.
Horas antes del ataque frontal contra Brasilia, había anunciado aranceles contra Filipinas, Argelia, Irak, Libia, Sri Lanka, Brunéi y Moldavia. Y con posterioridad a él también incluyó en este tipo de sanciones a Japón, Corea del Sur, Malasia, Kazajistán, Túnez, Sudáfrica, Bosnia-Herzegovina, Indonesia, Serbia, Bangladesh, Tailandia, Camboya, Birmania y Laos. Países a los que se sumaron luego Chile, México, Canadá y los integrantes de la Unión Europea, con diversos porcentajes y rubros de productos afectados.
Pero lo que sorprendió en el caso brasileño fue la magnitud de la furia sancionatoria de Trump. Una tarifa uniforme de 50% a ser aplicada sobre las exportaciones brasileñas enviadas a EE.UU. separada de las tarifas sectoriales existentes. Esto implica que a productos como el acero y el aluminio procedente de Brasil, que ya enfrentan barreras altas de entrada, prácticamente se les bloquearía la posibilidad de competir en el mercado estadounidense.
Megalomaníaco y burro
Las reacciones, por cierto, no se hicieron esperar. El economista Paul Krugman dijo que Trump estaba siendo megalomaníaco al pensar que sería capaz de intimidar a un país con 200 millones de habitantes. Y que, además, no es muy dependiente del mercado norteamericano dado que sus exportaciones a EE.UU. representan menos del 2% de su Producto Interno Bruto (PIB). Y en Brasil se habló de “prepotencia burra” (William Waack, en Estado de S. Paulo); y de un disparo en el pie o tiro en la culata que al final de cuentas impactaría a sus propios aliados políticos, el bolsonarismo, como lo hizo Miriam Leitao, quien firmó en O Globo una columna titulada: “Tiro contra Brasil alcanzará a la derecha”. Otro analista del diario carioca O Globo profundizó en esta línea de análisis, la de los efectos a nivel de la política interna brasileña del exabrupto de Trump, pero agregándole, asimismo, una dimensión geopolítica que no sería conveniente pasar por alto si se quiere observar el cuadro completo. Para Merval Pereira, quien al igual que Leitao o Waack, no suele ahorrar críticas en forma cotidiana al gobierno de Lula y al petismo, en general, gran parte del fastidio de “Donnie” con el gobierno brasileño no se debería sólo a su mirada compasiva hacia Bolsonaro. “Todo este movimiento, ¿se debe al amor de Trump por los Bolsonaros? ¿O a la democracia? Por supuesto que no. Se debe a la actuación de Brasil en la presidencia de los BRICS, un bloque del Sur Global que pretende ser el contrapunto de los países en desarrollo a la política controlada por los países más ricos, que dominan las organizaciones multilaterales más importantes”. Léase ONU, OMC u OMS.
Y a continuación, sostiene Pereira: “Como no hay indicios de que los BRICS vayan a tener a corto plazo la fuerza política necesaria para enfrentarse a Estados Unidos, aunque China sea uno de sus fundadores, es más probable que Trump intente frenar una iniciativa que parece viable a largo plazo: la adopción de una moneda única entre los países BRICS, para que puedan renunciar al dólar como moneda de referencia comercial. Aunque esta solución sea difícil de alcanzar, la posibilidad de que estos países comercien con sus propias monedas es un peligro para la fortaleza económica de Estados Unidos”.
¿Brasil por encima de todo?
Lo divertido del caso es que, tal como lo recuerda este analista, un expresidente que se envolvía en la bandera amarilla y verde “para exhibir patriotismo y decía que nuestra bandera nunca sería roja ahora aparece como un puxa-saco (chupamedias, en una piadosa traducción al habla coloquial chilena) de un gobierno autoritario de Estados Unidos que decide sanciones con consecuencias pésimas para nuestro país”.
Así, entonces, y a la luz de estos hechos, es casi inevitable concluir que la rabieta de Trump puede derivar en dos cuestiones que son directamente atentatorias contra los intereses de EE.UU. a mediano y largo plazo tanto en Brasil como en toda la región.
Por un lado, ha rescatado de cierta discreta penumbra mediática a la cumbre de los BRICS que había transcurrido sin mayor pena ni gloria, a juzgar por los balances de algunos observadores internacionales, dado que ni Xi Jinping ni Vladimir Putin, actores principales de esta entente, concurrieron a darle brillo y prestancia a esta cita.
Y, en segundo término, habría provocado una suerte de furor nacionalista en Brasil, donde Lula, que venía siendo bastante castigado en distintos sondeos de opinión, parece haber recobrado el aliento dada la vigencia de un fenómeno largamente estudiado en la ciencia política: el “rally around the flag”. Un efecto que se produce cuando los ciudadanos de un país que se siente asediado o directamente bajo un fuerte ataque hostil cierran filas en torno a sus líderes. Por otra parte, cabe preguntarse quién ganará y quién perderá más con las sanciones de las dos partes involucradas.
Se sabe, por ejemplo, que casi la mitad de las naranjas que se consumen en EE.UU. y que forman parte del clásico desayuno americano provienen de Brasil. Y lo mismo ocurre de algún modo con el café. Brasil es menos dependiente de EE.UU. que a la inversa. De todo lo que Brasil exporta, apenas un 12% va para EE.UU. y de lo que importa, únicamente un 15,5% viene de esas tierras. El superávit en la balanza comercial a favor de Washington es enorme. De hecho, en la respuesta de Lula a la carta de Trump se habla de 410.000 millones de dólares de superávit acumulada a lo largo de los últimos quince años. Y ocho de diez productos estadounidenses exportados a Brasil llegan a este último con arancel cero.
Las cifras son, sin duda, aplastantes e irrefutables. Y esto sólo si se limita el análisis al aspecto económico y se deja de lado por un momento la faceta política donde las consecuencias son aún incalculables. Un diario como Estado de S. Paulo, que suele ser circunspecto y medido como corresponde a un medio conservador, vocero tradicional de la gran industria paulista, no se anduvo con remilgos a la hora de titular un duro editorial: “Cosa de mafiosos”, escribió.
Y enseguida lanzó artillería pesada: “Este espantoso episodio sirve para demostrar, por si había alguna duda, la naturaleza absolutamente dañina del trumpismo y, por extensión, del bolsonarismo. Para estos movimientos, los intereses de EE.UU. y Brasil se confunden con los intereses particulares de Trump y Bolsonaro. No se trata de «América primero» o «Brasil por encima de todo», se trata de los caprichos y ambiciones personales de estos irresponsables”.
Por lo pronto, uno de los principales afectados es el propio gobernador de Sao Paulo, Tarcísio de Freitas, del Partido Republicanos, y una de las principales cartas de la derecha con vistas a las presidenciales del 4 de octubre de 2026, dado que Bolsonaro seguramente estará impedido de competir en ella. Su primera reacción fue culpar a Lula por el tarifazo de Donald Trump, debido a sus acciones “irresponsables” al “colocar su ideología por encima de la economía”. Pero rápidamente debió dar marcha atrás puesto que el estado paulista es el mayor exportador de productos industrializados y alimentos hacia EE.UU.
Surfeando la ola
El gobierno, por su parte, ni corto ni perezoso, aprovechó la ocasión que se le servía en bandeja y en forma imprevista, y el secretario de Comunicación de la Presidencia, Sidonio Palmeira, acuñó una frase que prontamente se transformó en “meme”: “Lula quiere gravar a los superricos, Bolsonaro quiere gravar a Brasil…”. Un levantamiento realizado por una empresa que monitorea redes sociales, AP Exacta, indicó, tras un estudio basado en 260 mil publicaciones e interacciones en la web, que un 59% de los brasileños criticaron la medida de Trump y reclamaron una reacción indignada de Brasil. Apenas un 22% manifestó apoyo a la decisión de la Casa Blanca, mientras un 18% mantuvo un tono neutro, aunque pidieron que el gobierno actúe con racionalidad.
El gobierno de Lula consiguió reactivar, a la luz de estos nuevos eventos, dos proyectos que estaban engavetados y durmiendo una larga siesta en un Parlamento donde manda en forma inapelable el “Centrao”, ese oscuro pantano de pequeños partidos diversos y heterogéneos que, sin embargo, siempre están dispuestos a unirse a las esporádicas mayorías para defender sus intereses particulares.
Y que tienen ambos el propósito de combatir desigualdades flagrantes, por medio de herramientas tributarias: de un lado, la exención del pago de impuesto a la renta para quien gana hasta 5 mil reales (840 dólares por mes) y la reducción de la tasa impositiva para quien recibe de 5 mil a 7 mil reales mensuales; y del otro, el incremento del IOF, un impuesto que apunta a gravar a los llamados superricos, y que ha sido hasta ahora tenazmente rechazado por el Congreso.
Como sea, y al margen de la suerte que estas iniciativas puedan correr en el incierto espacio legislativo, Lula ya tiene en sus manos una carta de triunfo irrefutable. Según una encuesta del Instituto AtlasIntel, divulgada el martes 15 de julio, la aprobación de Lula subió hoy para 49,7%, alcanzando un empate técnico con la desaprobación a su figura que quedó en un 50,3%. Este es el mejor resultado del exdirigente metalúrgico en lo que va de este año, y marca una reversión de la tendencia negativa registrada desde diciembre de 2024. En marzo de ese año, por ejemplo, un 53,6% desaprobaba a Lula y apenas un 44,9 le daba su apoyo.
Es el fruto de una respuesta sobria pero firme frente al ataque especulativo de Trump, donde ya se ha anunciado que, si las sanciones finalmente se implementan, Brasil se verá obligado a imponer las correspondientes represalias. Lula ha dejado de ser el “pato cojo” que veían algunos, caminando inevitablemente hacia un melancólico final de su carrera política en 2026. Y todo por obra y gracia, ¡ver para creer!, de quien se considera a sí mismo el líder conservador más exitoso del planeta, el inefable Donald Trump. Y que, por su parte, pronto empezará a recibir presiones de empresas de gran porte que no se resignarán a abandonar el rentable mercado brasileño en aras de salvarle el pellejo a Bolsonaro.
Un ejemplo claro es el de las “big techs”. Se estima que Brasil representa un 10% del tráfico mundial de Instagram, y responde por un 5% de las búsquedas hechas en Google y un 5% del uso de ChatGPT. Google ganó US$ 5.000 millones en Brasil en 2004, y Meta obtuvo alrededor de la mitad de esa suma en el mismo período. A su vez, según un cálculo de Reuters, 500 millones de los 10 mil millones de dólares que OpenAI ganó el año pasado salieron de bolsillos brasileños.
¿Estarán esas grandes empresas dispuestas a moderar sus jugosas ganancias sólo porque a Trump se le antojó que Brasil y los BRICS lo estaban molestando demasiado? La lógica del capitalismo globalizado -aún en su fase neomercantilista y fragmentada, como la que vivimos hoy- indicaría que no.
Fuente: