En plena Guerra Fría, donde existían las “zonas de influencia” exclusivas de las entonces dos superpotencias, un lejano país intentó hacer una transición al socialismo por la vía pacífica. Este proceso se vio truncado por el golpe de 1973 y, con el paso de los años, son cada vez más las evidencias del crucial papel que jugó Estados Unidos para provocar el derrocamiento del Gobierno del Presidente Allende. Un observador crucial de esos turbulentos días fue nada menos que el entonces embajador de EE.UU. en Chile, entre 1971 y 1973, Nathaniel Davis. En su libro The Last Two Years of Salvador Allende, el autor confirma –a través de sus propias interpretaciones y con múltiples citas– que la administración Nixon nunca estuvo dispuesta a coexistir y, menos, aceptar la consolidación de la “vía chilena al socialismo”.
El propio Congreso (la Comisión Church) y la prensa norteamericana en los años posteriores al golpe, confirmaron con datos duros lo ya señalado, entre otros, que ya desde antes de la elección presidencial del 4 de noviembre de 1970, la CIA, en conjunto con actores locales, realizaba operaciones para impedir que asumiera Salvador Allende. Cuando ello no tuvo éxito, se inicia una segunda fase de operaciones encubiertas, que culminan finalmente en el golpe del 11 de septiembre.
¿Por qué le preocupaba entonces tanto a Nixon y a su Consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, el proceso político en un país pequeño y lejano como Chile? Hay muchos que se equivocan al creer que lo que temían era la emergencia de una “segunda Cuba”. Otra revolución cubana no era posible en el hemisferio: los soviéticos no apoyaban esta opción –de ahí que buscaron detener los planes del “Che” en Bolivia–, Estados Unidos no lo habría permitido, y América del Sur estaba entonces dominada por regímenes militares (en su mayoría de derecha).
Lo que Nixon y Kissinger en realidad temían, era el posible “efecto multiplicador” de un proceso que por la vía pacífica y democrática pudiese haber transitado al socialismo, es decir, el impacto que ello podría haber tenido en el resto de la región, y otras áreas del mundo, donde esta experiencia era seguida con gran simpatía e interés. Cabe recordar, por ejemplo, que en ese entonces había fuerzas de izquierda poderosas en Europa Occidental que habían iniciado, como en Italia, un diálogo con sectores del centro político (la DC), algo que Estados Unidos miraba con recelo, pues debilitaba a la OTAN, principal pilar en la lucha contra el “comunismo internacional”.
Como bien lo describe Roger Morris, un colega de Kissinger en el Consejo de Seguridad Nacional, este tenía una verdadera obsesión con las implicancias globales que para Estados Unidos podría haber tenido, en ese contexto, el éxito de la experiencia chilena. Además, la administración Nixon, que ya enfrentaba la posibilidad de una derrota estratégica en Vietnam, no podía arriesgar que en su propio “patio trasero” se consolidara un Gobierno de orientación socialista, pues ello debilitaba (según Kissinger) la fortaleza negociadora de EE.UU. con la entonces Unión Soviética.
Nixon instruye, entonces, a Kissinger y al director de la CIA, Richard Helms, a hacer todo lo necesario para impedir la consolidación del gobierno de la Unidad Popular, y autoriza un gasto inicial de US$10 millones con este propósito (informe del Congreso de Estados Unidos sobre operaciones encubiertas, 1975). Y en noviembre de 1970, Kissinger reafirma esta política en el memorando NSDM 93, al instruir para que se adoptasen todas las medidas necesarias para desestabilizar al nuevo Gobierno chileno.
El libro del embajador Davis confirma también que las acciones de desestabilización continuaron hasta el derrocamiento del Presidente Allende en 1973. Escrito en 1985, se trata de un testimonio de gran honestidad intelectual del que fuese representante de Estados Unidos en Chile, en momentos donde consideraciones geopolíticas globales hacían intolerable, para el Gobierno de ese país, aceptar la existencia y, menos, la consolidación de lo que era la “experiencia chilena al socialismo”. Y contrariamente a lo que sostuvo la oposición de la época, Davis nunca creyó que Allende buscaba instalar una dictadura, y no dudó en calificarlo como “un demócrata”.
Esta política, conocida como “Track II”, se hizo sin el conocimiento o autorización del Congreso de Estados Unidos, y cuando fue descubierta, Nixon y Kissinger intentaron negar su existencia, pero el entonces jefe de Operaciones Encubiertas de la CIA, Thomas Karamessines, testificó no solo su existencia sino también la continuidad de las acciones emprendidas en Chile bajo este plan, hasta el golpe de septiembre de 1973.
En definitiva, ¿cuánto incidió la intervención norteamericana en los eventos que conducen al golpe?: más de lo que usualmente se cree, porque, si bien fueron factores domésticos los que condujeron a este desenlace, el apoyo político y financiero de la principal potencia mundial a los sectores más extremos de la entonces oposición, fortaleció las posturas más intransigentes al interior de esta, politizó aún más a las Fuerzas Armadas, y significó en concreto una “luz verde” para un golpe que se venía preparando con antelación. Entre otros, el paro de los camioneros de 1972 fue financiado con dineros de la CIA, así como también el diario El Mercurio, y los partidos de oposición recibieron cuantiosos fondos en este período.
Consumado el golpe, el Gobierno de Nixon otorga un explícito apoyo a la dictadura, y solo en 1974, ya bajo la administración Ford, la Casa Blanca empieza a tomar distancia de Pinochet, cuando la prensa norteamericana y el Congreso comienzan a criticar las violaciones de los derechos humanos que se estaban cometiendo en nuestro país (Kissinger les aconsejó a varios dictadores del Cono Sur que hicieran rápido “el trabajo sucio”, porque el Congreso los estaba presionando por las violaciones ocurridas). El libro del embajador Davis confirma también que las acciones de desestabilización continuaron hasta el derrocamiento del Presidente Allende en 1973.
Escrito en 1985, se trata de un testimonio de gran honestidad intelectual del que fuese representante de Estados Unidos en Chile, en momentos donde consideraciones geopolíticas globales hacían intolerable, para el Gobierno de ese país, aceptar la existencia y, menos, la consolidación de lo que era la “experiencia chilena al socialismo”. Y contrariamente a lo que sostuvo la oposición de la época, Davis nunca creyó que Allende buscaba instalar una dictadura, y no dudó en calificarlo como “un demócrata” (pág.51).
Ya en los años posteriores al golpe, y conocidos estos antecedentes, varias autoridades y figuras públicas en Estados Unidos han pedido disculpas por la participación que tuvo este país en el golpe militar de 1973. Y en 1976, con el triunfo de Jimmy Carter, que puso en el centro de su política exterior a los derechos humanos, EE.UU. ejerció fuertes presiones que llevaron a la disolución de la DINA, y al menos a terminar con la práctica masiva de las desapariciones forzadas. Y aunque parezca paradójico, fue el gobierno ultraconservador y anticomunista del presidente Ronald Reagan el que le señaló a Pinochet, en los más duros términos, que su tiempo ya había terminado. Esto, no por una auténtica preocupación por la democracia en Chile, sino por el temor a que la continuidad de Pinochet en el poder hubiese terminado fortaleciendo las opciones más radicales de izquierda, en el convulso escenario de los ochenta que entonces se vivía en el país.
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