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Carlos Monge y Cristián Fuentes: Una revolución copernicana en la política exterior de Chile

Una política exterior progresista, además de feminista, inclusiva y descentralizada, debe ser, en el actual momento histórico y debido a las apremiantes condiciones medioambientales que vive el planeta, una política integral de reparación y protección hacia la naturaleza. La catastrófica situación que enfrentamos, donde ya no hay más espacio para soluciones parche o a cuentagotas, nos obliga a encarar, también en el plano de la política externa, un verdadero programa de emergencia en el que todas las variables se subordinen al cuidado de la casa común que es el medio ambiente.

Las coincidencias entre los programas presidenciales de los candidatos del progresismo con alguna posibilidad de convertirse en los conductores de un futuro Gobierno, acerca de la necesidad de una política exterior feminista, verde, inclusiva y descentralizada, son un positivo llamado de atención, el anuncio de una verdadera revolución copernicana. Un cambio de paradigma en lo que ha sido históricamente la forma en que se toman las decisiones sobre la inserción de nuestro país en el mundo.PUBLICIDAD

Hasta ahora, la conducta internacional de Chile ha reflejado lo que el Estado central estima que son los intereses nacionales, sin distinguir más sectores sociales que aquellos integrantes de las elites dirigentes, o cooptados o tolerados por ellas. No existe el espacio suficiente para que los territorios desarrollen plenamente sus potencialidades, con el cuidado del medioambiente que se requiere, ni para que las mujeres participen en igualdad de condiciones y expresen con autonomía sus puntos de vista. Además de que se niegan los derechos de determinadas comunidades, tales como las naciones originarias, para que puedan hacer oír su voz y defender sus particularidades.

En política exterior las decisiones se toman en el sistema político nacional, a partir de las condiciones del escenario mundial, pasando por el tamiz de instituciones y grupos de presión que participan en los procesos de negociación internos, junto a identidades, factores económicos, demográficos y geográficos, deterioro de la naturaleza, normas y contextos socioculturales, entre otros elementos que conforman situaciones complejas.

El poder ordena, controla y orienta, aunque centralización y unidad de acción no necesariamente son sinónimos, menos aún en las democracias contemporáneas.

Reconocer la agenda temática no es lo mismo que abrir espacios de autonomía a los actores involucrados, pues la relación de los sectores subalternos con el poder y la gestión son sustancialmente diferentes. Y, en todos los casos mencionados antes, totalmente asimétricas.

Coordinar y dar coherencia al conjunto de los intereses de una sociedad, difiere del verticalismo tan propio de la tradición portaliana, aquella que expresa de manera rotunda Diego Portales a su socio y amigo José Manuel Cea, en su famosa carta de marzo de 1822: “La democracia que tanto pregonan los ilusos es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera República. La Monarquía no es tampoco el ideal americano: salimos de una terrible para volver a otra y ¿qué ganamos? La República es el sistema que hay que adoptar; ¿pero sabe cómo yo la entiendo en estos países? Un Gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y las virtudes. Cuando se hayan moralizado, venga el gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos. Esto es lo que pienso y todo hombre de mediano criterio pensará igual”. Parece que doscientos años después ya ha llegado la hora de cambiar ese mandato que se basa en una especie de “despotismo ilustrado” de los núcleos hegemónicos.

Hoy se hace más urgente que nunca el llamado que alguna vez formulara Hernán Santa Cruz, el más importante diplomático chileno del siglo XX, que preanunciara el dilema que en la actualidad nos aflige: “Cooperar o perecer”. No hay más alternativa que la primera opción cuando vemos que la temperatura del planeta va en alza, que los hielos se derriten, que aumenta el nivel del mar, que se agudiza la crisis hídrica, que crecen las migraciones, la violencia y el hambre. Y que, en suma, estamos cada vez más expuestos a virus que se activan a medida que se amplía la destrucción del planeta y existe un claro riesgo de extinción de la especie humana.

Derribar la estatua y la impronta del Estado portaliano no es el fin del Estado en sí mismo, sino la construcción de una estructura estatal distinta, erigida sobre bases más consensuales. De eso depende la profundización y extensión de la democracia, y la construcción de un modelo de desarrollo vigoroso, equitativo y sustentable, con territorios desarrollados que aporten al mejoramiento de la calidad de vida del conjunto del país. Es superar el siglo XIX y entrar en el XXI, y por eso el debate constituyente, que también deberá girar en algún momento en torno a la política exterior, es una buena noticia para Chile.

Resistencia conservadora

Sin embargo, la resistencia conservadora todavía existe y se expresa transversalmente. Se aceptan inquietudes y demandas, pero desde y por el Estado central; con un rol presidencial fuerte, aunque consignando una relación más equilibrada con el Congreso; y sin mayores innovaciones en la nueva Constitución, puesto que –según se argumenta– en ninguna parte del mundo sería distinto. La verdad es que se acumulan las experiencias internacionales donde el jefe del Estado o del Gobierno, según corresponda, es ejecutor y coordinador de la política exterior, no un poder monopólico; un factor de convergencia, un director de orquesta, no un solista más o menos inspirado.

Estamos ante una nueva forma de hacer política, en una democracia más participativa que entiende el orden y el principio de autoridad como tarea colectiva. La realidad es que existe una pluralidad de centros de poder e intereses que se entrelazan en largos y complejos procesos de negociación. Y esto se ve reforzado más aun cuando la globalización hace lo mismo a nivel internacional, mezclando el espacio digital abierto por la tecnología y la dimensión local, en una situación de “glocalización” que presupone una mayor equidad e igualdad. Una nueva redistribución del poder donde la sociedad civil, en su conjunto, adquiere más protagonismo para aprovechar mejor las oportunidades disponibles en el orbe y crear beneficios compartidos para todos los habitantes del país. La política exterior y la diplomacia chilena deben comenzar a cambiar sus lógicas para posicionarse en un futuro que ya ha comenzado a ser presente.

Lo que nos lleva a un último punto, pero no menos importante: una política exterior progresista, además de feminista, inclusiva y descentralizada, debe ser, en el actual momento histórico y debido a las apremiantes condiciones medioambientales que vive el planeta, una política integral de reparación y protección hacia la naturaleza. La catastrófica situación que enfrentamos, donde ya no hay más espacio para soluciones parche o a cuentagotas, nos obliga a encarar, también en el plano de la política externa, un verdadero programa de emergencia en el que todas las variables se subordinen al cuidado de la casa común que es el medio ambiente.

Estamos bajo amenaza de un colapso irreversible y fatal, como lo acaba de plantear el Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) y como lo ha reafirmado en estos días el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, al hablar de “una alerta roja para la humanidad”. Entonces, ¿por qué no pensar, por ejemplo, en una suerte de Organización de Países Productores de Litio, encabezada por Chile, Argentina y Bolivia –países que por sí solos concentran el 66% de las reservas y el 54,4% de los recursos mundiales de ese estratégico mineral, que es esencial para la movilidad eléctrica– y mejorar de este modo nuestra capacidad de negociación y “trade-off” a nivel internacional? Eso significaría romper inercias burocráticas y también “fronteras ideológicas”, en algunos casos, pero, en principio, no es imposible ni utópico.

Generar políticas de desarrollo descentralizadas, verdes e inclusivas puede contribuir a darle una nueva y decisiva oportunidad a la hoy alicaída integración latinoamericana. Juntos, a partir de proyectos comunes coordinados que contemplan a los territorios afectados, pesamos más en el sistema internacional que solos y aislados. Y esta verdad de Perogrullo se hace aún más necesaria y acuciante en el panorama del mundo pospandemia, donde la competencia por la hegemonía global entre Estados Unidos y China promete ir en aumento y reducir incluso más nuestros ya escasos márgenes de autonomía.

Por ello es que hoy se hace más urgente que nunca el llamado que alguna vez formulara Hernán Santa Cruz, el más importante diplomático chileno del siglo XX, que preanunciara el dilema que en la actualidad nos aflige: “Cooperar o perecer”. No hay más alternativa que la primera opción cuando vemos que la temperatura del planeta va en alza, que los hielos se derriten, que aumenta el nivel del mar, que se agudiza la crisis hídrica, que crecen las migraciones, la violencia y el hambre. Y que, en suma, estamos cada vez más expuestos a virus que se activan a medida que se amplía la destrucción del planeta y existe un claro riesgo de extinción de la especie humana.

Debemos enfrentar estos desafíos con la fuerza que nos da la diversidad. Hay razones para tener esperanza…

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