Comparte esta publicación

Donald Trump, sueños de grandeza

Por José Miguel Insulza

Al filo de la medianoche del 4 de marzo, Donald Trump terminó de entregar su primer Discurso sobre el Estado de la Unión. Usando su propio lenguaje hiperbólico, hay que decir que es el más pobre que se ha pronunciado en el último siglo por un Presidente que recién inicia su mandato. Extenso y a veces deshilvanado, reiteró la mayor parte de los temas que han caracterizado el primer mes y medio de su gobierno. Refiriendo supuestos éxitos económicos, anunciando resultados halagadores de políticas que recién se inician, Trump hizo un discurso de campaña, como siempre plagado de cifras y afirmaciones cuya falsedad es fácil de demostrar, pero que sus fieles seguidores aplaudían con vigor, aunque no parecían demasiado entusiasmados. 

Ciertamente los varios trillones de dólares invertidos en Estados Unidos en los últimos cincuenta días o la sustantiva reducción de la inflación ya alcanzada se contradicen con la realidad económica del país. Estados Unidos no viene saliendo de la “mayor crisis económica en la historia de este país”, ni está lleno de cientos de miles de criminales ilegalmente llegados a Estados Unidos; y las cifras disponibles muestran pequeñas disminuciones y las expulsiones masivas se han producido en cantidades similares a las de los últimos meses del gobierno de Biden. Pero Trump mostró unas y otras como prodigiosas, increpando directamente a la oposición, muchos de cuyos miembros no se hicieron presentes. Hubo algunas protestas iniciales, acalladas por el Presidente de la Cámara, pero luego los opositores sólo levantaron pancartas acusándolo de mentir y se fueron retirando a lo largo del discurso. Narrando nuevamente el contenido de sus Ordenes Ejecutivas, que incluían realizaciones como el cambio de nombre del Golfo de México y del Monte McKinley, la declaración del inglés como lengua única, la represión a la diversidad, el despido de todos los funcionarios públicos que trabajan en temas de diversidad, la existencia de sólo dos opciones de género, hombres y mujeres, etc. el Presidente sostuvo que ya había hecho, en 45 días, más de lo que su predecesor había logrado en cuatro años.

En realidad, la descripción de un país sumido en la catástrofe y el anuncio de una nueva “Era Dorada” que se alcanzará en apenas cuatro años, por medio de la expulsión de los criminales extranjeros, de las tarifas a los mayores socios comerciales y la protección de la producción interna, marcarán el segundo gobierno de Trump y, cuando este concluya, el discurso será el mismo, cualesquiera hayan sido los resultados reales. Es la magia de Donald Trump; la mitad de la población estadounidense quiere creerle y le cree.

Sin embargo, en el aspecto internacional es posible sacar algunas conclusiones más de fondo. En las semanas anteriores Trump parecía haber abandonado la imagen del gobernante que privilegia la acción interna, por sobre los asuntos internacionales. El discurso volvió a reponer esa imagen. La primera hora de su prolongado discurso se dedicó a las denuncias acerca de cómo había encontrado el país, del dispendio de dinero de las anteriores administraciones en asuntos como la ayuda externa, de los fraudes en la seguridad social y una administración pública sobredimensionada, que requería medidas como la eliminación del trabajo remoto y el corte (bastante indiscriminado) de numerosos servicios públicos. La nueva Secretaria de Eficiencia Gubernamental (DOGE) dirigida por Elon Musk, ha recibido muchas criticas y Trump dedicó sus esfuerzos a mostrar cuanto dinero ya hay conseguido ahorrar, mostrando para ello cifras que ya fueron corregidas a la baja hace unos días. 

Pero ya hacia la última parte del prolongado mensaje, Trump hizo algunos comentarios concretos sobre los temas internacionales, cubriendo brevemente las iniciativas adoptadas en las últimas semanas. Más allá de la retórica, esta parte del discurso demostró que existe ya, en este gobierno, una agenda internacional, una cierta geopolítica que puede ser el sello de Trump en esta administración, que es necesario seguir de cerca. Esta agenda incluye a los dos países que son sus mas cercanos, México y Canadá; a China, que parece ser el rival más inmediato; a Rusia, Ucrania, Europa y la Alianza Atlántica; al Medio Oriente, y a Groenlandia y al Canal de Panamá. Ciertamente habrá más política exterior, pero el curso de procesos paralelos parece indicar una línea. 

Lo primero es la ruptura de las alianzas permanentes. En ella se reproduce un debate que atraviesa la historia de los Estados Unidos casi desde su fundación, cuando John Adams, el segundo presidente, y Thomas Jefferson quien sería luego su sucesor, discreparon acerca de su actitud hacia la Revolución Francesa. Jefferson, entonces embajador en Francia, era partidario de una alianza basada en los principios similares de ambos procesos; Adams sostenía que la nueva nación americana no debía involucrarse en los conflictos europeos y consiguió imponer su criterio, a pesar de que no fue reelegido. Seguiría la Doctrina Monroe y otros desarrollos a lo largo de más de un siglo en que Estados Unidos nunca tuvo aliados permanentes, rechazando cualquier posibilidad, hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. 

La idea de que Estados Unidos debe encabezar un cierto “Orden Mundial” sólo se impone a partir de la Segunda Guerra, cuando el vencedor asume plenamente su hegemonía global y genera toda una institucionalidad, incluye entidades económicas (FMI, Banco Mundial, Gatt), un sistema político en torno a Naciones Unidas, junto a otras entidades regionales y un gran pacto militar, la OTAN, junto a otras alianzas militares regionales. El adversario de este sistema (siempre tiene que haber un adversario, que justifique un enorme gasto y despliegue militar) fue el comunismo, primero de manera directa y luego fusionado con los movimientos de liberación nacional que emergían en el mundo, que pasó, de unas Naciones Unidas fundadas con menos de cincuenta estados a casi doscientos.  

Esta corriente de pensamiento predomina desde hace ochenta años, con el consenso de las dos principales fuerzas políticas estadounidenses, reflejadas en gobiernos de ambos signos, ninguno de los cuales lo había cuestionado hasta la llegada al poder de Donald Trump, que ya en su primera presidencia había manifestado disgusto con el multilateralismo y con lo que entendía era un uso equivocado y abusivo de los recursos norteamericanos en la mantención de las alianzas y el apoyo a sus integrantes. Cuando Trump cuestiona, por ejemplo, la cantidad de recursos que Estados Unidos destina a la OTAN, muchos más que los demás miembros, no parece entender que la hegemonía tiene muchas ventajas, pero también tiene costos. Y llegado nuevamente al gobierno, parece dispuesto a un vuelco muy fundamental: Estados Unidos no tiene por qué asumir los costos de la hegemonía, sino que debe exigir primacía, en virtud de su mayor poder. No tiene por qué sostener alianzas permanentes que no le proporcionan retornos, sino exigir tratamiento igualitario, por cierto, en un sistema que no es igualitario. 

Recordemos la respuesta de su primera conferencia de prensa, referida a nuestra región: “América Latina no nos interesa. A ellos le interesamos nosotros”. Por lo tanto. Deben admitir las condiciones, sin exigir retribuciones.

Su pelea con Zelenzky en la Casa Blanca, marca otro aspecto, al exigirle que negocie con Rusia: “Ud. No tiene cartas y quiere que lo ayudemos a ganar. Si no tiene cartas, no está en condiciones de exigir«.

El ejercicio de la primacía no supone alianzas ni deliberaciones multilaterales. De ahí el desprecio por el sistema de Naciones Unidas y la OTAN y su exigencia de que, si se quiere la participación de EEUU, hay que pagar por ella, pero además permitirle negociar por todos, con Rusia, porque tiene las cartas (territorio, armas nucleares y acceso privilegiado a China) y Estados Unidos también tiene las suyas. La no invitación al gobierno ucraniano ni a los europeos a una negociación sobre la paz en Ucrania no es un error, sino la consagración del principio de que sólo negocian quienes tienen cartas que jugar.

El territorio en el cual se desarrolla el juego incluye, por cierto, la Eurasia, como en la antigua geopolítica de MacKinder. Trump reconoce como potencias a Rusia y China y tal vez a algunos europeos. Pero como allí tiene alianzas que forjar, no despreciará por completo a Europa. Pero su visión apunta más allá, donde para muchos está el futuro: Asia y el Pacifico. Para llegar a China y la India y a la negociación de los poderosos, necesita a Rusia, para ello sin la cual los caminos de la Eurasia se cierran. 

El tercer componente es, por cierto, el poder propio. De manera muy abierta Trump apunta a aquellos lugares en su parte del mundo donde puede obtener “cartas” que jugar. Y allí está el Canal de Panamá, que quiere recuperar, Groenlandia, con abundantes recursos y en medio del Norte Atlántico; y está también el gran premio: Canadá, una tierra más extensa que Estados Unidos, climáticamente más inhóspita, pero repleta de recursos y con una población de 40 millones. A Panamá no le ofrece nada, sólo le exige; a la población de Groenlandia les ofrece hacerse ricos, siendo estadounidenses y no daneses. Y con Canadá usa primero despectivamente la oferta de ser un Estado más de la Unión, para luego ventilar la posibilidad de ser parte de una gran América del Norte, sin tarifas ni barreras y capaz de adueñarse de la primacía global. 

No hay duda de que a muchos norteamericanos el problema de las drogas la parece justificación suficiente para actuar; también ha entrado en ellos el temor a la delincuencia, vinculada a la migración. De allí el fácil recurso a las tarifas con el pretexto de contener el fentanilo y la inmigración ilegal. Pero la primacía estadounidense sobre su zona vital de América del Norte es seguramente el sueño de grandeza de Donald Trump.

Como la política exterior se da en los espacios existentes y más allá de los lamentos de Donald Trump en su Discurso sobre el Estado de la Unión, Estados Unidos sigue siendo hoy la primera potencia mundial, en lo económico y lo militar, habrá otras realidades que deben ser abordadas, más allá del marco geopolítico aquí enunciado. Las teorías, mientras más generales, como ha dicho Mearsheimer, pierden la riqueza de la realidad. El Medio Oriente tiene alguna relación con la nueva geopolítica, aumentada por la historia de muchos años de conflicto y por las enormes riquezas de algunos países. Trump tuvo respecto de esta región algunos éxitos en su primer periodo, con los llamados Acuerdos AbrahamPero ahora ha acuñado una idea más ambiciosa: ni más ni menos que hacer a Estados Unidos parte del Medio Oriente, instalándose en la Franja de Gaza, desde donde podría controlar mejor sus intereses y los de Israel. 

Sobre los designios de la geopolítica de Trump para América Latina, profundizaremos en una próxima edición. 

Fuente:

Te puede interesar: