El inicio de un nuevo gobierno permite replantear las relaciones bilaterales, así como las multilaterales. El abandono de tanto compromiso internacional por parte de Donald Trump, generó muchas expectativas respecto al gobierno de Joe Biden. Abonaba ello la vasta experiencia internacional de Biden, que presidió la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado y fue vicepresidente, en contraste con la nula experiencia de Trump.
La participación de Biden en la Conferencia de Múnich en febrero, lugar de encuentro de la comunidad diplomática transatlántica, fue una primera señal. Ella indicó el interés de la Casa Blanca por fortalecer los alicaídos lazos con la UE y la OTAN. La cumbre virtual del Diálogo Cuadrilateral de Seguridad ( el Quad) entre EEUU, Japón, India y Australia, a iniciativa de Washington , fue otra. Lo mismo vale para las visitas de los secretarios de Estado, Anthony Blinken, y de Defensa, Lloyd Austin, a Japón y Corea del Sur, también destinadas a fortalecer el proyecto del «Indo-Pacífico libre y abierto», tan de moda en estos años.
Y si bien es clave transmitir señales correctas a los aliados, lo es también hacerlo a sus adversarios. De ahí la sorpresa de lo ocurrido con Rusia y China. En el caso de Rusia, fue la respuesta de Biden en una entrevista, asintiendo a una pregunta de si consideraba a Putin un asesino. En el de China, las palabras de apertura del secretario de Estado Blinken en el Diálogo de Alto Nivel en Anchorage, focalizados en temas internos de China, como Hong Kong, Xinjiang y Taiwán. Ello generó una fuerte reacción de Yang Jiechi, miembro del Politburó del PCCH y jefe de la delegación china, quien aludió a los problemas internos de Estados Unidos, expresados en el verano caliente de 2020 y en movimientos como el Black Lives Matter.
¿Es ésta la mejor manera de reabordar una relación bilateral? Muchos habían señalado que Biden seguiría varias de las políticas de Trump, solo que con un estilo diferente, presumiblemente más diplomático. En lo que a China se refiere, sin embargo, ha sido al revés, con un tono aún más duro que el de Trump.
Los problemas internos de Estados Unidos y el sentir anti-globalización que llevó a la elección de Trump en 2016, han volcado a Estados Unidos cada vez más a su agenda nacional. Ello significa que Washington no tiene ni la capacidad ni el interés de preservar un cierto tipo de orden internacional. La voluntad, más bien, tal como en el caso de Trump, está por utilizar la política exterior para acumular puntos en casa. La confrontación en la televisión paga, aunque entrañe daños colaterales, como los crímenes de odio anti-asiático y el deterioro de las relaciones bilaterales.
Dado que el mundo depende en parte importante de estas dos potencias, que entre ambas representan un 40 % del producto mundial, hay mucho en juego. Con los desafíos globales que enfrenta el mundo de hoy, en temas como el cambio climático, las pandemias, la reactivación de la economía mundial y la desnuclearización, un mínimo de cooperación entre Estados Unidos y China significaría una gran diferencia.
En adición a estos temas, están los de confrontación, como los indicados más arriba, y los de competencia mutua, como en tecnología y comercio. Todos cuentan, pero para avanzar en la agenda bilateral, poner todos los huevos en la canasta de la confrontación, al inicio de las conversaciones, no es lo más productivo. China se siente en un entorno hostil y está complicada con las limitaciones a sus inversiones en el extranjero, así como por las cortapisas a empresas como Huawei y otras. Con todo, no ha salido mal parada de 2020, siendo de las muy pocas economías del G20 con crecimiento positivo ese año. Y, después de la debacle de 2020, EEUU ha vuelto al ruedo con una exitosa campaña de vacunación y algunos proyectan que podría crecer hasta un 6% en 2021, la cifra más alta en muchos años.
En este cuadro, la pregunta es si Estados Unidos está en la disposición de competir con China, tanto en materia de producción de bienes y servicios, como en sus relaciones con el resto del mundo, o si va a apostar por un desacoplamiento. Ello significaría cortar los lazos con China, en comercio, inversión, intercambio de personas y tecnología, hasta crear dos mundos paralelos. Algunos creen que ya vamos de camino a ello, como indicaría la batalla por la utilización de la tecnología 5G, y la exigencia de redes limpias a muchos países, esto es, la no utilización de tecnología china en redes de telecomunicaciones.
Por ahora, pareciera que en Washington está optando por ambas opciones. En el Congreso se contempla una legislación para asignar fondos significativos para apoyar la investigación y el desarrollo en materias como baterías y semiconductores, así como legislación limitando la inversión extranjera a países como China. Irónicamente, China, mientras tanto, está abriendo su mercado de capitales, así como tratando de identificar debilidades en las cadenas de valor de la industria. Los esfuerzos por avanzar en áreas tecnológicas de punta, identificadas en el plan China 2025, como computación en la nube, robótica, inteligencia artificial y biotecnología se aceleran, si bien sin darles mucho bombo.
En la era digital, en que dependemos cada vez más de la conectividad, el mayor peligro en este conflicto entre Estados Unidos y China ya no es una guerra. Lo es la posibilidad de una fragmentación tecnológica, de un mundo dividido. Diferentes países y regiones adoptando distintas tecnologías e imposibilitados de comunicarse entre sí, una receta para la regresión y el retroceso, cuando no el desastre.
¿Cabrá abrigar la esperanza de que tanto Washington como Pekín se dieran cuenta de que el planeta Tierra es uno solo, que ninguno de ellos tiene que copar la banca y que sería perfectamente posible que convivan en el equivalente a «un mundo, dos sistemas»?
Jorge Heine es profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de Boston.
Contenido publicado en El Mundo