Por Álvaro Ramis
En la historia reciente de Chile, algunos personajes operaron con eficacia desde las sombras del poder, manejando los hilos diplomáticos, jurídicos y comunicacionales que permitieron sostener una de las dictaduras más sangrientas del continente. Hernán Felipe Errázuriz fue uno de ellos. Hombre de traje impecable y verbo controlado, ocupó un lugar clave como ministro de Relaciones Exteriores entre 1988 y 1990, en el tramo final del régimen de Augusto Pinochet. Su figura, sin embargo, excede ampliamente ese cargo formal: representa una doctrina, una forma de entender el poder, la soberanía, la ley y el derecho internacional que ha permeado a una parte significativa de la elite chilena hasta hoy.
Errázuriz no fue simplemente un burócrata más del régimen. Proveniente de una de las familias más influyentes del país, formó parte de un pequeño círculo de confianza del dictador. Su paso por Londres como embajador de Chile en el Reino Unido (1983–1987) le permitió forjar vínculos con los sectores conservadores británicos que, años después, serían cruciales cuando Pinochet fue arrestado en octubre de 1998, a petición del juez español Baltasar Garzón.
En ese contexto, Errázuriz se desplegó como un operador estratégico. Mientras parte de la comunidad internacional veía en la detención de Pinochet una señal de justicia transnacional y avance en la rendición de cuentas por crímenes de lesa humanidad, Errázuriz activó todos los resortes del poder diplomático, económico y judicial para impedir la extradición del exdictador. Argumentó que la detención era un atropello a la soberanía nacional, que Pinochet gozaba de inmunidad diplomática, y que lo que estaba en juego era mucho más que el destino de un individuo: era la defensa del orden jurídico que la dictadura había impuesto, y del cual muchos sectores seguían siendo beneficiarios.
La “doctrina Errázuriz”, por llamarla de algún modo, combina nacionalismo jurídico, realismo diplomático y una interpretación restrictiva de los derechos humanos, subordinados a los intereses del Estado. En esa visión, el crimen de la tortura o la desaparición forzada no puede ser juzgado fuera del territorio nacional, y menos aún por jueces extranjeros. Es una doctrina que se opone radicalmente al derecho penal internacional y a los avances que se consolidaron con el juicio a los militares argentinos, la creación del Tribunal Penal Internacional o los principios de la jurisdicción universal.
Más allá de sus intervenciones públicas y privadas en defensa del dictador, Errázuriz ha representado una continuidad ideológica de la dictadura, incluso en democracia. Su rol en diversas instancias empresariales, académicas y comunicacionales —por ejemplo, como columnista habitual en medios conservadores o como promotor de ideas negacionistas— demuestra cómo el pinochetismo no fue simplemente una etapa superada, sino una matriz cultural que se resiste a desaparecer.
Revisar críticamente su figura, entonces, no es un ejercicio nostálgico ni personal. Es un acto de memoria política. Porque Errázuriz, como tantos otros tecnócratas del régimen, representan la sofisticación de un autoritarismo que supo revestirse de legalismo, que instrumentalizó el derecho internacional para proteger a los criminales, y que se negó sistemáticamente a aceptar la verdad y la justicia como condiciones básicas para la convivencia democrática.
Hoy, cuando sectores de la derecha chilena buscan reciclar el lenguaje de la “república”, del “orden” y del “patriotismo” con fines autoritarios, es más necesario que nunca recordar que detrás de esas palabras puede esconderse la misma doctrina de impunidad que defendieron hombres como Hernán Felipe Errázuriz. Su legado no es menor: es el de un país que todavía no termina de resolver su relación con el pasado ni con quienes lo ejecutaron desde la legalidad de una mentira
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