Por José Miguel Insulza
Las elecciones europeas de la semana pasada, en las que cada país miembro de la Unión Europea eligió sus representantes al Parlamento unitario, tuvieron una repercusión mayor de lo previsible. Ello se debe, probablemente, a los resultados de algunos de los países mayores. La derrota del partido de gobierno en Francia; la confirmación de la derecha italiana en torno al gobierno de Giorgia Meloni, y el ascenso brusco de la extrema derecha en Alemania, donde pasó a ser la segunda fuerza política del país, acapararon los mayores titulares. Temblor en Europa fue por algunas horas la frase más ocupada en la prensa mundial, al anunciar el inusitado crecimiento de la derecha anti europeísta en el viejo Continente.
Tras las primeras señales, sin embargo, los primeros análisis cambiaron, dando lugar a titulares algo más calmados. El “temblor” pasó a ser “remezón” y se enfatizó que, a pesar de algunos resultados nacionales, la alianza “europeísta” que ha gobernado a Europa por décadas, sigue teniendo una amplia mayoría. Los integrantes de esa coalición, que incluye a los populares, social demócratas, liberales y verdes, obtuvieron más de 400 de los 720 miembros del Parlamento Europeo, contra una minoría que incluye a la derecha anti Europa, izquierda, grupos independientes y otros; lo cual asegura una continuidad más allá de cualquier contingencia y augura que no habrá sorpresa en la reelección de la demócrata cristiana Ursula Von der Leyen en la Presidencia, ni en la asignación de cargos en el Ejecutivo de la Unión.
¿Business as usual, entonces, y aquí no ha pasado nada? Tampoco puede concluirse eso, por varias razones.
En primer lugar, la coalición europeísta es muy fuerte, porque lo único que determina la pertenencia a ella es la adhesión al principio de una sola Europa. Este sólido principio ha resistido muchas tempestades y es importante reconocer que aún prevalece. Además, no fueron pocos los países que resistieron la amenaza populista, especialmente en los países nórdicos y en Europa Oriental. En Finlandia, Suecia y Dinamarca, las fuerzas pro europeas ganaron cómodamente, al igual que en Polonia, el país del Este que elige más diputados.
Pero la amplitud del europeísmo no asegura la armonía entre sus miembros en los distintos países. El mejor ejemplo está en España, donde tanto los populares de Feijóo y los socialdemócratas de Sánchez apoyan a la mayoría europea a pesar del carácter de jefe de la oposición y jefe del Gobierno de sus respectivos líderes, en un conflicto que seguramente continuará. Dado el práctico empate que ambos partidos alcanzaron en las europeas (con leve mayoría popular, que se compensan con los resultados de aliados). Populares y socialistas podrán conciliar en el Parlamento, pero en España no tienen ningún acuerdo importante.
En Alemania, la ultra derecha de AfD (Alternativa para Alemania) relegó al SPD del Canciller Olaf Scholz al tercer lugar, con menos de un 14% de los votos. Sus socios socialcristianos cayeron y también los verdes. Una coalición de perdedores tendrá dificultades para mantener su unidad y de hecho en los pocos días que han pasado ya surgen voces que exigen que Scholz asuma responsabilidad por el mal resultado.
El desastre no es menor en Francia, donde el Presidente Macron no titubeó, una hora después de anunciados los resultados, que le daban la mitad de los votos obtenidos por la derecha de Marine Le Pen, en llamar a elecciones generales, lo cual asegura a este país algunos meses de zozobra y un futuro incierto. Si Macron pierde, tiene aún por delante tres años de gobierno; podría formar un gobierno minoritario o recurrir a la cohabitación con Marine Le Pen, abriendo paso a una nueva experiencia política con una Premier de extrema derecha y anti europea. Es cierto que la líder vencedora de Agrupación Nacional ha moderado a su partido en muchos aspectos, rompiendo con su padre y fundador Jean Marie Le Pen. Pero su conducta negativa hacia la Unión Europea, su oposición a la defensa de Ucrania y su simpatía por Vladimir Putin, hacen que gran parte del electorado la considere de extrema derecha.
El cuarteto de mayores países de Europa lo completa Italia, cuya líder Giorgia Meloni ha preferido dejar de lado sus posturas antieuropeas original y buscar el liderazgo de Europa más que enemistarse con el sistema actual. Pero ello no significa que sus posturas más radicales hayan decrecido, sino más bien la convicción obvia de que la unidad de la derecha europea puede forjarse más de dentro del bloque que fuera de él.
El fortalecimiento de la Unión Europea depende del comportamiento de los cuatro países principales, cuya política aparece aún incierta y en dos de los cuales, los principales fundadores de la Unión, hay gobiernos debilitados. El gobierno comunitario deberá enfrentar en primer término la sensación de inseguridad que hoy recorre al continente y que, probablemente, como ocurre en otras partes del mundo, es lo que ha permitido el alza del populismo de derecha en las elecciones comunitarias.
Esa sensación no es, sin embargo, provocada principalmente por la delincuencia, como ocurre en Chile o América Latina. Los temores europeos tienen diversos orígenes: la guerra entre Rusia y Ucrania, en las fronteras de la unión, revive preocupaciones geopolíticas reminiscentes de las guerras mundiales, ambas generadas en el centro de Europa; el recrudecimiento de la migración masiva desde África y el Medio Oriente; y la incertidumbre económica por el desempleo y la falta de oportunidades para la juventud; son motivos del descontento que está detrás de esa reacción europea, que afecta especialmente a los miembros más antiguos y consolidados de la Unión. La gran cantidad de jóvenes (especialmente varones) que votaron por las opciones antieuropeístas en la reciente elección es una muestra palpable de ese descontento. El modelo de bienestar europeo parece amenazado de todos lados y es la razón de que muchos europeos se sientan inseguros de su continuidad. Desgraciadamente, el desarrollo de algunos hechos recientes ha aumentado esa la incertidumbre.
La guerra en Ucrania parece haber derivado en una guerra de trincheras que hace temer que su fin esté muy distante. Mientras ocasionalmente las ciudades más grandes pueden ser víctimas de algún ataque, generalmente aéreo o por vía de drones o misiles, el centro de la guerra sigue estando en el Donbass y se desarrolla lentamente, con proclamas cotidianas de ganancias y pérdidas en distintos lugares poco conocidos. Los optimistas hablan de status quo; los pesimistas de lento avance ruso. Pero es sabido que, al final, la guerra de trincheras se define por el ingreso de un nuevo actor (Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial) o por el predominio del que tiene más retaguardia y más recursos. Y ese actor es Rusia.
Los aliados occidentales saben bien que esa es la realidad: Sin una intervención externa, Ucrania caerá, tarde o temprano; pero esa intervención significa enfrentar a la OTAN con Rusia y los resultados de ello son impredecibles. A ello su une la convicción de que, a diferencia de las dos guerras mundiales anteriores, Estados Unidos no concurriría a la defensa de Europa. Ninguno de los actuales candidatos a la Presidencia de Estados Unidos se ha atrevido ni siquiera a insinuar esa posibilidad. Además, las simpatías hacia Putin de Donald Trump, el candidato que encabeza las encuestas, son conocidas.
Jens Stoltenberg, el noruego secretario de la OTAN, llama a traspasar más armas para luchar directamente en Rusia; pero él mismo sabe que tal acción sería insuficiente y podría llevar a una escalada mucho mayor. Y como ha dicho el propio Putin, cuando se lanza el primer ataque nuclear, ya no hay vuelta atrás.
Existen además otros escenarios geopolíticos, paralelos al que preocupa a Europa. La crisis del Medio Oriente no parece cercana a una solución; y para las mayores potencias mundiales, China y Estados Unidos, la prioridad podría estar en Asia, especialmente si recrudecen las amenazas en Taiwán y el Mar de China.
Esas realidades confirman a la mayor parte de los líderes europeos de que, en una guerra por el Centro de Europa, escenario favorito de los clásicos geopolíticos, los países de la Unión Europea tendrían que confiar sólo en sí mismos. Y lo único que une a todos o casi todos los europeos es que nadie quiere la guerra.
Una muestra de esta convicción está en la actitud de muchos países europeos frente al conflicto en Palestina. Europa ha empujado más que nadie por una solución inmediata a esa crisis, llegando incluso a exigir, hace pocos días, que la iniciativa de paz de Estados Unidos, ya aprobada por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, se aplique de inmediato con el completo cese al fuego; varios países ya reconocen al Estado palestino y algunos (España) se han agregado a ellos. La Unión Europea necesita una visión estratégica propia y autónoma y ella no parece existir.
Se aproximan así para Europa tiempos y decisiones difíciles. El remezón fue bien resistido y las instituciones comunitarias están bajo control. Europa no está aún en crisis; pero podría llegar a estarlo, si la fuerte mayoría europeísta no es capaz de evitar que, tarde o temprano, esos temores pongan en riesgo los logros de setenta años de unificación.
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