Por José Miguel Insulza
Su agenda presidencial no parece estar enfocada a una política general hacia América Latina; más probablemente se preocupará de manera limitada de migraciones, comercio, drogas y de la creciente presencia de China en la región.
El resultado de la elección presidencial en Estados Unidos fue muy claro y entregó a Donald Trump lo que, en sus propias palabras, es un “mandato poderoso”. El fracaso demócrata en el Senado y la Cámara de Representantes, el control que ya ejercía desde antes sobre la Corte Suprema de Justicia y, más aún, su absoluto dominio sobre el Partido Republicano, en el cual todos reconocen que le deben sólo a él sus muchas victorias, ha dejado al electo Presidente en una cómoda posición, que le asegura gobernar su país sin real oposición.
La pregunta que ahora predomina en Estados Unidos es si el “hombre fuerte” será también un personaje autoritario, que intentará usar su poder más allá de los límites que le plantea la Constitución y las leyes, para violar o alterar los principales principios democráticos de ese país. Mientras en el mundo todos se preguntan qué efectos puede tener sobre ellos la ejecución de la política aislacionista y proteccionista, que ha proclamado Trump en asuntos comerciales, estratégicos y políticos. En nuestro caso se trata de saber qué efectos tendrá la acción del nuevo Presidente en las relaciones con América Latina en general y con Chile en particular y cómo es posible o conveniente ajustarse a esta nueva realidad,
Sobre el primer tema, el “autoritarismo” de Trump, basta leer los titulares de algunos de los mayores medios: “Estados Unidos contrata a un Hombre Fuerte (strongman)” titula The New York Times y advierte que el país está al borde de un precipicio autoritario. Politico advierte que Trump buscará revancha y enumera sus posibles blancos; y el New Yorker recuerda que Trump está ahora menos inhibido y más peligroso que nunca. Por cierto, otros medios, como el Washington Post, ponen el acento en aspectos más neutros, como la fuerte afirmación de la posición de Trump o su carácter de mayor personaje histórico del Siglo XXI. Y The Economist, que había manifestado su apoyo a Kamala Harris, tituló “Bienvenidos al Mundo de Trump” no sin advertir que “su llegada removerá todo”, para luego referirse a los temores que provoca.
En realidad, si bien parece aún prematuro decir qué camino seguirá Trump, las evidencias de que, al igual que en su primer período, cumplirá con sus mayores promesas, parecen bastante fundadas. Es interesante en esto usar un breve estudio de la Carnegie Institution, centro académico respetado de Washington, que examina cuatro “señales” que serían clave para determinar si las actuaciones del Presidente electo marcan un avance al autoritarismo, a) el uso indebido de las instituciones del Estado contra sus adversarios políticos; b) el uso indebido de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos; c) la creación de obstáculos a la actividad de la sociedad civil, incluyendo la libertad de expresión de quienes desarrollen actividades con independencia del Estado y; d) la acción en contra de las instituciones que busquen limitar o controlar su poder. En todas estas señales Trump ha dado positivo, sea por acciones previas ya conocidas o, al menos, amenazas claras.
Las múltiples amenazas de Trump durante la campaña, en que amenazaba enviar a la cárcel a Kamala Harris y hasta sugería que Liz Cheney podría enfrentar un pelotón de fusilamiento, pueden parecer exageraciones de un candidato habituado al exceso. En realidad, el primer Trump nunca intentó hacer nada contra Hillary Clinton; pero esta vez fueron más de cien las amenazas de procesar o castigar enemigos. Algo parecido ocurre con la sociedad civil y los medios de comunicación, Trump ha llamado a cancelar las licencias de la CBS, la ABC y la NBC, en distintas ocasiones, lo cual puede parecer sólo una amenaza, pero al mismo tiempo ha prometido intervenir la Comisión Federal de Comunicaciones, que regula las licencias, diciendo que esas licencias son resorte del Poder Ejecutivo. Y alguna vez ha comentado que “sería bueno encarcelar periodistas para ver si una amenaza de violación las hace revelar sus fuentes”. Y en cuanto a los movimientos de protesta ha prometido reprimirlos y hacer expulsar estudiantes del país.
Más preocupante es la posibilidad de que Trump pretenda romper con una tradición que ya dura más de un siglo, algunos años después de la Guerra Civil aprobada el 18 de junio de 1878, tras la era de Reconstrucción, cuyo fin era establecer límites al Gobierno Federal en el uso de los militares como fuerzas del orden. Esta ley, la Posse Comitatus Act, prohíbe a la mayor parte de los cuerpos uniformados federales (en la actualidad, el Ejército, las Fuerzas Aéreas y la Guardia Nacional, cuando estén bajo mando federal) ejercer atribuciones propias de las fuerzas de orden público, como la policía, excepto cuando estén expresamente autorizadas por la Constitución o por el Congreso.
Durante su primer gobierno, Trump mencionó varias veces la posibilidad de usar militares en contra de actos de protesta violenta por la muerte de ciudadanos negros y sólo la oposición de algunos de sus asesores más directos lo habría disuadido de hacerlo. Durante la campaña Trump manejó nuevamente la posibilidad de usar al Ejército: “en lugares donde exista una ruptura manifiesta de la ley, como los barrios más peligrosos de Chicago… el próximo Presidente debería usar todas las fuerzas… y si fuera necesario eso incluye enviar a la Guardia Nacional o las tropas”. En una entrevista a la revista Time en abril, cuando le preguntaron si podía pasar por encima de la Posse Comitatus y usar militares para su plan de deportaciones, Trump respondió, “bueno, estos no son civiles… me imagino usando la Guardia Nacional y, si fuere necesario, tendría que ir un paso más allá”. El cruce de esta línea sería indudablemente un cambio mayor en el imperio de la ley en Estados Unidos.
Trump también se ha manifestado contra el federalismo, favoreciendo en sus propuestas fundamentalmente a los estados “rojos” (republicanos), contra los “azules” (demócratas), en áreas tan sensible como los impuestos, la salud y especialmente la educación, donde promete retener los fondos para estados azules donde se enseñan temas como “la ideología de género” o las “teorías raciales”. Propone investigar a los fiscales de Distrito demócratas o al menos “no republicanos”. “Ser gobernador demócrata o gobernador en un estado inclinado hacia los demócratas, en la era de Trump”, es un castigo”, dijo Dan Malloy, gobernador demócrata de Connecticut durante el primer período de esa presidencia.
La segunda área de incertidumbre sobre la presidencia Trump es su política exterior. Las líneas generales de su pensamiento no han cambiado, pero sí lo han hecho muchas de las circunstancias que predominaron en su anterior administración. Trump cree que los gobiernos anteriores, fueran ellos demócratas o republicanos, se han afanado en alcanzar un orden mundial que no han logrado y, en cambio, han dejado priorizar el interés nacional norteamericano. Pero ser contrario al “universalismo” y proclamar que “América esta primero” no significa que el Presidente de Estados Unidos se vaya a apartar del mundo que lo rodea, lo cual sería imposible; ni tampoco que dejará de golpe sus actuales alianzas. Lo que ocurre es que, frente a la tentación “universalista” de ordenar el mundo, optará por tomar sus decisiones sólo en función del interés norteamericano. La frase que mejor determina este dilema es un escrito de George Kennan, en 1966, que afirma que “una sociedad política no vive para hacer política exterior; sería más correcto decir que conduce su política exterior para vivir. Ciertamente, lo esencial e importante en la vida de nuestro Estado no es lo que hacemos en relación a otras naciones, sino lo que pasa aquí entre nosotros… Nuestra política exterior… es sólo un medio para un fin. Y ese fin debe consistir en aquello que consideramos ser los objetivos generales de la sociedad norteamericana”.
En la estructura estatal norteamericana, la política exterior es considerada un componente esencial de la seguridad nacional y hasta ahí no hay una controversia. Pero sí la hay en la apreciación del “orden mundial”, que Estados Unidos ha construido, el cual, en la opinión de Trump, no sirve a los intereses norteamericanos, sino a otros actores, sean ellos aliados que no asumen su parte del trabajo, o simplemente adversarios que promueven sus propios fines. El “MAGA, Make America Great Again” tiene ese contenido. De ahí la disconformidad de Trump con la OTAN, que no usa sus recursos de manera eficiente para defender sus fronteras. De ahí también su molestia con las Naciones Unidas, a la mayor parte de cuyos miembros considera hostiles y a los cuales probablemente considerará necesario reducir sus contribuciones. Y de ahí también sus simpatías con los autócratas, como que no esperan la ayuda de otros para ejercer su poder y a los cuales está más que dispuesto a tolerar, siempre que no amenacen el interés nacional de Estados Unidos.
El Presidente electo recién comienza a elegir sus colaboradores y es difícil imaginar aún cuáles serán sus primeros movimientos a partir del 20 de enero del próximo año. Su agenda inmediata debería incluir la crisis de Gaza y la guerra de Ucrania. La mayor probabilidad indica que buscará un fin en breve plazo de la guerra, posiblemente a disgusto del gobierno ucraniano; y que demorará la búsqueda de soluciones en Medio Oriente, apoyando a Netanyahu, pero intentando no alienar a sus aliados mayores de Egipto y Arabia Saudita.
Además, están los dos temas principales a los que dedicó de manera permanente sus promesas: las tarifas a las importaciones y la expulsión inmediata de muchos inmigrantes ilegales. Trump enfrenta dificultades en ambas tareas: cómo recoger y deportar miles de extranjeros, muchos de ellos viviendo hace años en Estados Unidos; y cómo evitar que sus decisiones tarifarias afecten la moneda y las finanzas del país. Estas medidas podrían tener un costo enorme y existen dudas acerca de la posibilidad de llevarlas a cabo en muy breve plazo.
A dos meses del inicio del segundo gobierno de Donald Trump, crece la incertidumbre en Estados Unidos y en el mundo. Ningún futuro es predecible y la magnitud del juego es inmensa. Pero al menos en nuestra parte del mundo, no hay que verlo de manera muy inmediata. En este sentido, la discusión acerca de qué puede hacer con América Latina o con Chile parece aventurada. Trump sólo ha estado una vez en América Latina, en una reunión del G20 en Buenos Aires en 2018; si decide hacer un nuevo viaje, probablemente será a México, el único país de la región en que sin duda tiene interés; o a la XI Cumbre de las Américas en República Dominicana el próximo año.
Su agenda presidencial no parece estar enfocada a una política general hacia América Latina; más probablemente se preocupará de manera limitada de migraciones, comercio, drogas y de la creciente presencia de China en la región. Salvo en estos temas, la política hemisférica de Donald Trump no existe, ni hay tampoco mucho interés en inventarla. Sin embargo, sus nombramientos en materia de política exterior de representantes de la línea más dura, como el del nuevo Secretario de Estado Marco Rubio; de Mike Huckabee, que ha declarado que algo como un palestino “no existe”, como embajador en Israel; del ex senador Matt Gaetz, del ala más conservadora del Partido Republicano, como Procurador General, cuyo objetivo declarado es “desmantelar las organizaciones criminales y la inmigración”, son muestras de su decisión de aplicar desde el principio sus propuestas más radicales.
Parte importante de los temores que hoy existen en cuanto a la presidencia de Trump tienen, entonces, fundamento. Pero el mayor temor, que más se menciona en los últimos días, tiene que ver con la clara tentación de Trump de postular a un tercer período. Por cierto, ello no es posible en la actual Constitución, que sólo considera un segundo período, sea sucesivo o no. Pero Trump ha mencionado el tema en reuniones de campaña, provocando gritos de “tres, tres” y con su contundente victoria no dejará de mencionar nuevamente esa posibilidad. Su edad conspira contra eso: tiene ya 79 y terminará su mandato cerca de 82; y se requieren dos tercios de ambas cámaras y dos tercios de los cincuenta estados, para aprobar una enmienda. Los votos no estarían ahora, pero la ambición de Donald Trump parece no tener límites.
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