Por Carlos Monge
Si se le pidiera a un alumno de pregrado de la carrera de Relaciones Internacionales una nómina simple de los atributos que un país debe poseer para tener un peso internacional relevante y sostener su autodeterminación en el complejo escenario internacional actual, de seguro destacaría, en primer lugar, sus capacidades tecnológicas, industriales y militares. Vale decir, un conjunto de elementos materiales que, al igual que su población, su espacio geográfico natural, sus riquezas evidentes y potenciales y su ubicación en el mapa mundial, constituyen la base de lo que se podría llamar su “poder duro” (o hardpower, en caso de que se prefiera usar el término en inglés).
Pero junto a estas variables, de carácter objetivo y que, en principio, se presentan como bastante consolidadas, el análisis y la revisión de los factores que otorgan importancia y jerarquía a un país dado en el concierto global de las naciones, requiere también de otras cualidades que exceden con mucho a aquellas relacionadas con su mera infraestructura productiva, de transporte y de comunicaciones. La cual, al fin de cuentas, es sólo un soporte de recursos técnicos sobre los cuales descansan una serie de intangibles, de carácter más subjetivo, pero no por ello menos decisivos, como podrían ser, por ejemplo, sus fortalezas educativas, culturales y sanitarias, el grado de cohesión e integración solidaria de su sociedad bajo banderas y preceptos comunes. Y, en lo que se refiere a valores estrictamente políticos e ideacionales, la fortaleza de su aparato estatal; la consistencia y coherencia histórica de su diplomacia; la “solidez de su sistema de alianzas y de cooperación internacional» y también, siguiendo conceptos expresados en un reciente artículo del especialista Ricardo Aronskind, “la capacidad de su elite dirigente para identificar objetivos estratégicos propios de largo plazo y sostenerlos a lo largo del tiempo hasta lograr las metas establecidas”.
Este recetario básico constituye una suerte de “jaula de hierro”, de la cual ningún voluntarismo permite escapar, por más esfuerzo que se ponga en la tarea. Y es, sin duda, un conjunto de premisas y de factores condicionantes que a Milei, al menos, parecen tener sin cuidado desde que asumió como Presidente de Argentina, el 10 de diciembre de 2023. A partir de lo cual se ha empeñado en llevar adelante una política exterior altamente ideologizada, y por momentos hasta naif e ingenua, en la que el rasgo más determinante ha sido poner a sus preferencias personales por encima de las políticas del Estado y el interés nacional de su país. En efecto, como bien apunta Aronskind, Milei y sus colaboradores en el área externa, encabezados por su canciller, la economista y empresaria cordobesa Diana Mondino, parecen haber tenido acceso al listado de atributos que mencionamos en primer término como imprescindibles para ejercer una política externa independiente y autónoma, y lo emplean “como brújula para avanzar exactamente en la dirección opuesta: concentran todas sus energías en debilitar y degradar cada uno de los rubros de ese listado estratégico para que la nación sea libre y soberana”.
Dicho juicio podría aparecer, a ojos de algunos, como muy radical y descalificador, pero basta con remitirse a los hechos para observar cómo, en muy poco tiempo, Milei y su equipo han destruido algunos de los pilares básicos de la política exterior argentina, con un estilo avasallador y jacobino. En un estilo muy propio, por otra parte, de quien se ha atribuido a si mismo la misión mesiánica de destruir a una “casta” corrupta que debe ser barrida del escenario público.
Repasemos algunos de los hitos de su agenda externa que han puesto de cabeza a los tradicionales principios del Palacio San Martín en este ámbito. Para empezar, alineó a Argentina, sin matices de ningún tipo y de manera absoluta, en la confrontación que actualmente puso de un lado a Israel (con el apoyo de EE.UU. y de la mayor parte de Europa Occidental) y del otro a Hamas, Hezbollah, Siria, Yemen e Irán, entre otros. Antes de ser electo Presidente dijo que mudaría la Embajada de su país desde Tel Aviv y Jerusalén, y lo confirmó en su visita a Israel, de febrero de este año, donde oró en el Muro de los Lamentos.
Es más: el 14 de abril pasado sumó al embajador de Israel en Argentina, Eyal Sela, a una reunión de gabinete de emergencia convocada luego de que Milei regresara imprevistamente de una visita al exterior, con EE.UU. como cabeza de serie, como consecuencia de una ofensiva con misiles y drones del régimen de Teherán contra territorio judío, en represalia ante un ataque aéreo que mató a varios jefes militares iraníes en el consulado de ese país en Damasco (Siria). Para Milei, quien dice haberse convertido a la religión hebraica, Israel representa los valores occidentales en lucha contra “el mal”, acorde con su visión escatológica de los asuntos mundiales, y no hay mucho más que hablar al respecto. En ese sentido, se ha alejado radicalmente de la postura tradicional de la Cancillería argentina que propiciaba la solución de dos estados (uno israelí y otro palestino), como garantía final y sine quanon de paz para el convulsionado Medio Oriente.
“Occidentalización dogmática”
Pero ésa no es, por cierto, la única expresión de una política exterior caracterizada por su adscripción a una “occidentalización dogmática”, concepto acuñado por el experto argentino Luciano Anzelini. Para muestra, algunos botones:
• A fines de marzo, los ministerios de Defensa de Argentina y Dinamarca informaron la suscripción de una carta de intención para la adquisición de 24 aviones de combate Lockheed Martin F-16 y su equipamiento de apoyo. “Estamos sentando las bases para la cooperación en el área de defensa entre Dinamarca, Estados Unidos y la Argentina. Seguimos fortaleciendo nuestras fuerzas y recuperando la capacidad supersónica que nos permita custodiar y defender nuestro espacio aéreo”, declaró el ministro de Defensa, Luis Petri.
Según Román Lejtman, del portal web Infobae, Milei se había contactado, antes de que se difundiera este acuerdo, con Jake Sullivan, consejero de Seguridad Nacional de Joe Biden, en Washington, y recibió en la Casa Rosada, como es público y notorio, a Antony Blinken, secretario de Estado del país del norte. Más aún, su jefe de gabinete, Nicolás Posse, se reunió dos veces con William Burns, actual jefe de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), en dos citas en las que el tema central “fue uno solo: China y su ofensiva en América Latina”. Allí, entonces, se gestó el sonoro portazo a una anterior oferta de Beijing de equipamiento militar en condiciones que parecían ventajosas para Argentina. “Sullivan, Blinken y Burns sabían -Lejtman dixit– que Xi Jinping ofrecía 34 aviones de guerra F17 a precio de ganga, y recomendaron que la operación de softpower chino sea rechazada para siempre. Milei aceptó la sugerencia de la Casa Blanca”.
• La compra de los F-16 estadounidenses que, según algunos rumores, habría sido descartada previamente por Colombia por considerar que los aparatos ya estaban obsoletos, no sólo tiene ingredientes geopolíticos sino también prácticos que es pertinente analizar. El doctor en RR.II. Luciano Anzelini, en un artículo titulado Milei y la compra de los F-16, abunda en estos aspectos recordando que cuando Argentina adquirió a EE.UU. un grupo de Skyhawk A4-AR en 1997, si bien la compra alcanzó a 35 aeronaves, sólo dieciocho estaban en condiciones de ser operadas de manera inmediata. Y también hay dudas en relación a cuánto equipamiento moderno EE.UU. estaría dispuesto a traspasar a estas nuevas plataformas de combate, considerando que el conflicto de Malvinas todavía está latente y lejos de ser superado, y Londres es un socio preferente de Washington. Anzelini recuerda que el planeamiento defensivo-militar se basa en lo que en jerga castrense se denomina “Mirilado”. Es decir, “no sólo se contemplan los medios (M), sino también la infraestructura (I), los recursos humanos (R), la información (I), la logística (L), el adiestramiento (A), la doctrina (D) y la organización (O). “Por ejemplo -añade-, y en lo que (se) refiere a la logística, cabría preguntarse por cuántos años los proveedores de Estados Unidos garantizarán el sostenimiento de los vetustos F-16; o si se repetirán los mismos inconvenientes que la Argentina tuvo con los A4-AR adquiridos en la década del 90”.
¿Un Menem 2.0?
A propósito de los años 90, viene al caso, asimismo, señalar que hay comparaciones que resultan incluso abusivas cuando se intenta hacer una analogía entre la política exterior de Carlos Menem y la de Javier Milei. Cierto es que al inicio de la década de 1990, y con el inicio de una breve etapa de hegemonía cuasi unipolar de parte de EE.UU., al extinguirse la URSS, Menem decidió enviar naves a la guerra del Golfo (1990-1991), dentro del marco de lo que Guido Di Tella, su canciller, llamó las “relaciones carnales” con Washington, y que el propio riojano, más pudoroso, prefirió denominar un “giro copernicano” en la habitual política exterior argentina. Pero ése era otro mundo, muy distante al de hoy, en términos de distribución de poder y de transición hegemónica a escala global.
Carlos Escudé, asesor de Di Tella y académico connotado, quien fuera además creador de la noción de “realismo periférico”, partía de la base de que países del Sur Global, como Argentina, sólo podían desarrollar una política exterior autónoma pagando altos costos -es decir, un trade off importante- que en última instancia recaía sobre los hombros de la propia ciudadanía. Frente a eso, proponía entonces una política externa de carácter utilitarista y pragmática que, en ningún caso, puede confundirse con el alineamiento incondicional y absolutamente subordinado que propugna Milei, en relación a Estados Unidos.
Escudé definía a un país periférico como aquel que i) tiene algo que ofrecer; por ejemplo, recursos naturales que la gran potencia necesita; y ii) posee una situación geográfica estratégicamente significativa. Y a continuación, concluía, en El realismo de los Estados débiles, que “Argentina no cae en ninguna de las categorías de arriba. Su economía no es complementaria con la de los Estados Unidos, sino que por el contrario tiende a ser competitiva”. Además, “no posee suficientes recursos petrolíferos como para ser un exportador importante”. Ni tiene “el canal de Panamá, el cobre de Chile, el caucho de Brasil, ni el estaño de Bolivia. Geográficamente está en el fin del mundo”.
Mutatis mutandi, hoy la situación es completamente distinta. Está el “triángulo del litio” (Argentina, Chile y Bolivia) que concentra un alto porcentaje de reservas conocidas de ese mineral estratégico, y en suelo argentino se encuentra el yacimiento de Vaca Muerta, extraordinariamente abundante en recursos energéticos de gas y petróleo. Por si fuera poco, como destaca Anzelini en otro texto (Diálogo entre Escudé y Milei, 14 04 24), “nuestra posición geográfica es más relevante que nunca, resultando el Estrecho de Magallanes un espacio estratégico tanto por su rol como vía navegable entre el Océano Atlántico y el Pacífico como por constituir un punto privilegiado de acceso a la Antártida”.
Escudé, por otra parte, estaba muy lejos de asignarle a China un carácter “maligno” de por sí, como se le atribuye desde Washington, y prefería verla como una importante oportunidad de diversificación de los lazos exteriores argentinos a la que “debemos sacarle el máximo provecho (Escudé, 2011)”.
Así las cosas, el parecido de Milei con Menem sólo queda reducido al largo de las patillas de ambos y el compartido enamoramiento (en tiempos muy diferentes, conviene subrayar) respecto al denominado “Consenso de Washington”, que configura, como se sabe, las Tablas de la Ley fundacionales del neoliberalismo. Milei, con todo, sigue empeñado en sellar su Santa Alianza con la Casa Blanca, guiado tal vez (al igual que el general Leopoldo Galtieri, en su momento) por la peregrina idea de que comportarse en forma dócil y aquiescente con EE.UU. podría permitirle destrabar el siempre complicado puzzle de las Malvinas y convertirlo en dueño, por qué no, o al menos en el poseedor de las llaves que aseguren el tránsito fluido por el estrecho de Magallanes, en medio de la creciente pugnacidad geopolítica global.
Para ello, recibió con inusuales honores, casi de jefe de Estado, a la generala Laura Richardson, jefa del Comando Sur del Pentágono, en la Casa Rosada, y luego viajó a Ushuaia para reunirse de nuevo con ella y anunciar, desde el extremo austral, la creación de una base naval conjunta con la nación norteamericana. Acto al que consideró el primer paso para la “recuperación por la vía diplomática” de las Islas Malvinas y Georgias del Sur.
Pruebas de amor
Se sellaba así un romance que acumula ya múltiples y variados episodios de acercamiento. A saber:
• El anuncio de una nueva doctrina de política exterior que pone el acento en una alianza estratégica con EE.UU e Israel, y le baja el perfil en todos los planos a la integración latinoamericana (excepto en lo que se refiere al comercio con Brasil, que para Argentina es de importancia crucial)
• La cancelación del acuerdo con China para la construcción de la central nuclear Atucha III.
• La admisión de la presencia del cuerpo de ingenieros del Ejército de EE.UU en la gestión de la Hidrovía Santa Fe-Buenos Aires, en el tramo argentino de una vía fluvial que conecta a cinco países.
• El cuestionamiento a la presencia china en la estación de observación satelital de Neuquén, donde ya se ha anunciado una “visita” de autoridades argentinas. “No una inspección”, según acotó un funcionario de gobierno, conocedor tal vez del hecho de que China es hoy el primer socio comercial de Argentina.
• La asociación con EE.UU. para llevar adelante la construcción de un polo logístico antártico en la isla grande de Tierra del Fuego.
• El haber recibido, sin la autorización previa del Congreso, al patrullero guardacostas estadounidense USCGC James (WMSL-754)
• Y último, pero no menos importante: la adquisición por valor de 600 millones de dólares de 24 aviones cazabombarderos estadounidenses F-16, con algunas actualizaciones a nivel de equipamientos, en lugar de los aviones chinos J-17 de última generación que ofrecía Beijing.
Tal vez estos gestos basten, en la óptica de Milei, para ganarse el aprecio definitivo de la hasta ahora primera superpotencia, y de ese modo ingresar a las “grandes ligas” del poder mundial, esperando quizás que un hipotético triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales de noviembre facilite su “cruzada” redentora que tiene como fin reposicionar a Occidente en su lucha contra el eje Rusia-China-Irán.
“No queríamos dejar de aprovechar la ocasión para darle la bienvenida a la Argentina a la general Richardson (…) y expresar nuestro agradecimiento por su visita y por el apoyo que el gobierno de EE.UU. ha demostrado a este nuevo gobierno”, sostuvo Milei, al arribar a Ushuaia, el 5 de abril pasado. Calificando, a su vez, a la futura Base Naval Integrada como “un gran centro logístico que constituirá el puerto de desarrollo más cercano a la Antártida y convertirá a nuestros países en la puerta de entrada al continente blanco”.
Y ya en el discurso oficial de recepción a Richardson fue aún más taxativo al señalar que “tanto el pueblo norteamericano como el argentino tienen en común que cuando adoptaron las ideas de la libertad pudieron emprender las expansiones territoriales más importantes de su historia, a la altura de su ambición y vitalidad”.
Queda la duda pendiente, eso sí, con respecto a qué tipo de expansiones son aquellas en la que Milei hoy está pensando.
*Carlos Monge Arístegui es Doctor (PhD) en Relaciones Internacionales, PPGRI San Tiago Dantas (UNESP, UNICAMP, PUC-SP)
Link:
Javier Milei, una política exterior para un mundo que ya no existe (elmostrador.cl)