Por Jorge Heine, profesor de Relaciones Internacionales, Universidad de Boston
La imagen icónica de la caída de Saigón en 1975, y del fin de la guerra de Vietnam, es la de un helicóptero en el techo de la embajada de los Estados Unidos, con una larga fila de civiles tratando de subir. Su equivalente en la caída de Kabul en 2021, y del fin de la guerra de Afganistán, es la de un C-17, avión de carga de la Fuerza Aérea de EEUU, despegando del aeropuerto de Kabul, rodeado de cientos de afganos tratando de subir. Algunos de ellos, aferrados al fuselaje, caerían a tierra desde cientos de metros de altura.
Así, después de veinte años, terminó la guerra más larga de la historia de los Estados Unidos, un fútil intento de subyugar tierras donde antes habían fracasado Alejandro Magno en 330 AC, los británicos en el siglo XIX y los soviéticos en el siglo XX. De ahí su calificativo como “cementerio de imperios”. Winston Churchill, quien se desempeñó allí como teniente segundo en 1897, resumió lo que significa combatir a los afganos: “Financieramente, arruina; moralmente, es perverso; militarmente, es una pregunta abierta; y políticamente es una estupidez”.
Estados Unidos ha sido derrotado en el lugar donde inició la Guerra Global al Terrorismo. Los ajustes de cuentas ya han comenzado, con el Pentágono, el Departamento de Estado y las agencias de inteligencia echándose culpas mutuas. El Presidente Biden, cuyo discurso al respecto fue bien recibido, insiste en que hizo lo correcto. El país está cansado de una guerra sempiterna, que ya le había costado la vida a 2.500 uniformados estadounidenses y al menos un billón de dólares. Es muy posible que el costo político que Biden pague por ello sea bajo. Un 70% de los estadounidenses está a favor de terminar la guerra.
Otra cosa son los efectos en el sistema internacional. El gran retiro de los Estados Unidos de Asia Central, y del pasadizo clave de Eurasia, tendrá vastas repercusiones. Armin Laschet, líder de la Democracia Cristiana alemana, lo ha calificado como la mayor crisis de la OTAN desde su fundación. Ello, debido a la forma unilateral en que los Estados Unidos procedió, sin consultar a sus aliados europeos, que se cuadraron con Washington en el 2001, enviando tropas. La naturaleza aborrece el vacío, y todo indica que China, vecina de Afganistán, jugará un papel no menor. Hace dos semanas, el canciller chino Wang Yi se reunió con el líder talibán, Mullah Abdul Ghani Baradar, en Tianjin. Rusia también ha mantenido abierta su embajada en Kabul. El gran ganador es Pakistán, cuyos servicios de inteligencia crearon el Talibán. La gran perdedora es India, cuya relación con el régimen talibán anterior fue conflictiva.
La reinstalación de un régimen fundamentalista islámico, que antes sirvió de base a grupos terroristas, y que pretende retrotraer el país al medioevo, no puede alegrar a nadie. La caída de Kabul también refleja el ensimismamiento de Estados Unidos en sus problemas internos, y el abandono de la condición que alguna vez se calificó como de “policía del mundo”.
Contenido publicado en La Tercera