Por José Antonio Viera-Gallo // Contenido publicado en La Tercera
Preguntaron el otro día a un amigo astrónomo en un coloquio virtual sobre una definición del tiempo, y su respuesta fue franca y a la vez desconcertante: no sabemos. Por eso resulta algo alambicada la preocupación de los filósofos medievales sobre la eternidad del universo. Como diría Sócrates, frente a estas cuestiones fundamentales, sólo sé que nada sé, lo que significa que nos acercamos a ellas no por la vía de la afirmación, sino descartando las respuestas simples. Pero nuestra experiencia existencial es que vivimos en el tiempo. Se suceden los días y los años. Los procesos nacen y se agotan, y nuestro propio ciclo vital tiene fecha de término.
Estas divagaciones son a propósito de la importancia del tiempo en la política. Quienes entran a la actividad política lo hacen con la pretensión de contribuir a aliviar sufrimientos, crear condiciones mejores de vida y, en general, realizar ciertos principios a través del ejercicio del poder. Pero a poco andar caen en la cuenta de que tales propósitos no dependen de su mera voluntad, ni siquiera de la de las mayorías. Existen múltiples factores que influyen en los acontecimientos y que escapan a nuestro control. Los pensadores clásicos hablaban de la Fortuna, que representaban como una diosa con los ojos vendados y que hacía girar una rueda. Los pensadores modernos se remiten a “las condiciones objetivas” que condicionan la libertad humana, a las estructuras, a los procesos de larga duración, etc.
El arte de la política requiere comprender esa realidad exterior –por ejemplo, la economía y sus leyes– y calcular de qué manera cada cual puede influir en su evolución. Es que la política transcurre en la coyuntura, en los escenarios cambiantes. “Una semana es una eternidad en política”, afirmaba el ex Primer Ministro inglés Harold Wilson. Al político no le basta con sortear los desafíos, ni flotar en las arenas movedizas, debe ser capaz de prever los acontecimientos, de intuir el sentido de los procesos, de aunar voluntades para torcer el rumbo de los acontecimientos.
La acción política se basa en la inteligencia y el conocimiento, pero se proyecta gracias a la intuición y la voluntad. Y como no se trata nunca de una empresa solitaria, debe integrarse en procesos colectivos, sea mediante los partidos políticos o las múltiples organizaciones de la sociedad civil. La política es comunicación y tiene una dimensión de convocatoria que traspasa los niveles de la razón. Así se va construyendo el liderazgo.
Al político lo tensionan dos abismos: la complejidad de los fenómenos que lo puede llevar al pesimismo y la inacción (por eso normalmente los intelectuales no tienen éxito en política) o el vértigo del voluntarismo, la impaciencia ante la resistencia de la realidad frente a la realización de sus ideales. El técnico debe ser un buen asesor, pero no un conductor.
Humberto Eco afirmó una vez que el extremismo y el autoritarismo nacen de la prisa y de la pureza, o sea, de la decisión infundada de eliminar la opacidad de la penumbra con la luz del idealismo. El técnico cree tener la solución a un problema porque es capaz de explicarlo y proponer una solución que todos deben aceptar. Pero como señaló el gran sicoanalista chileno Matte Blanco, el actuar humano está atravesado por la lógica del inconsciente y la política hunde sus raíces en un universo donde no se distingue con facilidad lo individual de lo colectivo y donde se difumina la secuencia temporal de los acontecimientos. No se encuadra fácilmente en los parámetros de la lógica formal. El debate actual entre tecnocracia y populismo da cuenta de esta tensión.
En su versión más radical, el extremista busca resolver la resistencia por las armas, como lo hemos visto a lo largo de la historia en el anarquismo o últimamente con el terrorismo de corte religioso o los crímenes del Estado. El extremista o bien añora un pasado perdido y quiere retrotraer la historia un tiempo donde imperaban los valores o bien quiere apurar el tranco para alcanzar un futuro utópico. Escapa del presente y de sus duras exigencias apelando a un sueño ideológico: imagina que “otro mundo es posible”, sin preocuparse ni de sus características, ni cómo construirlo para que no se transforme en pesadilla.
El político, en cambio, vive en el aquí y el ahora, percibe la ocasión propicia para actuar, cuando no la crea con inteligencia y astucia. Y en la coyuntura, entonces, actúa con decisión calculando las consecuencias de sus actos.
En democracia este entrecruce de acciones y reacciones en la esfera pública se da en un ambiente de libertad, donde los actores pueden desplegar sus discursos y llevar adelante sus acciones sin correr riesgos inmediatos y con un grado razonable de seguridad, al amparo del derecho. Por eso mismo están sometidos a un escrutinio más riguroso de los ciudadanos. Quienes buscan la popularidad fácil, los que dejan trasparentar sus ambiciones personales y más aún quienes incurren en actos irregulares, el apoyo que puedan alcanzar será efímero y la desilusión tan fuerte como el rápido ascenso que tuvieron.
Escribo pensando en el proceso constituyente que será sometido al parecer de los ciudadanos dentro de dos semanas. Pienso en la enorme responsabilidad que la ocasión exige para no defraudar las aspiraciones de la gente y dar forma a una nueva arquitectura política, acorde con nuestra historia constitucional, capaz de abrir una nueva etapa de nuestro desarrollo.
Tan necesario como mirar nuestra historia al momento de debatir una nueva Constitución es contribuir a crear un clima favorable al entendimiento entre las principales corrientes de nuestro país, abandonando la política de trinchera, sin pretender imponer los propios puntos de vista, sino buscando mediante el diálogo un consenso entrecruzado (en términos de Rawls) aunque se adhieran a doctrinas en parte contrapuestas. Si se deja pasar esta ocasión, tal vez no se vuelva a repetir en décadas.
Concluyo con una cita de La República de Cicerón que se podría aplicar a Chile, y me parece oportuna: “El Estado romano no ha sido constituido por un ingenio solo, sino por el consenso de muchos; ni se consolidó en una sola época, sino por el transcurso de muchas generaciones… No es posible encontrar un ingenio tan grande que todo lo abarque; y el concurso de todas las personas esclarecidas de una época no conseguiría, en materia de previsión y prudencia, suplir las lecciones de la experiencia del tiempo”.