Por Loola Pérez // Contenido publicado en: El Liberal
Cuando la libertad de expresión se abre paso en el debate público, el ser humano tiene dos posibilidades: protegerla y promoverla o, por el contrario, restringirla y renunciar poco a poco a ella. La verdad es que, por dramático que suene, esto es algo así como elegir entre la luz y las tinieblas, entre Sade y la Santa Inquisición, entre el farragoso Mein Kampf y ese monstruo (y censor) llamado Adolf Hitler.
Obviamente, la dialéctica de esta elección no es ajena a lo que ha venido denominándose cultura de la cancelación, esa reacción a linchar a quien comparte una opinión cuestionable, ofensiva, desagradable o incómoda para posteriormente, retirarle cualquier tipo de apoyo (económico, laboral o social). Al respecto, no es ningún secreto mi posicionamiento. Por ello, hace algunos días, junto a un grupo diverso de científicos, intelectuales y académicos, firmé en apoyo al manifiesto de Harper’s Magazine. Creo que era un gesto necesario aun cuando algunos de los firmantes que me acompañaban, más allá de estar en mis antípodas ideológicas, han actuado a favor de mi propio boicot.
A propósito del manifiesto, he llegado a leer alguna que otra crítica. Por ejemplo, que la cultura de la cancelación no es un problema urgente, que su alcance no se manifiesta de forma masiva en nuestra sociedad, que Vargas Llosa (uno de los firmantes) es un privilegiado que no va a perder su trabajo diga lo que diga o que lo verdaderamente preocupante en nuestro país, en cuanto a la libertad de expresión se refiere, es que sigue en vigor la ley mordaza. A grandes rasgos, estoy de acuerdo con esas objeciones. Sin embargo, incluso en ese caso, la cultura de la cancelación no deja de tener consecuencias importantes en nuestra salud democrática y capacidad de pensamiento.
El espíritu inquisitivo propio de la cultura de la cancelación, debe hacernos reflexionar sobre si es justo o proporcional que una empresa te despida por emitir una opinión poco ortodoxa
Una cultura que rechaza la libre expresión, ya sea entendiendo esta como un derecho o como un valor, y que condena al ostracismo a quien emite ideas impopulares, es una cultura que contribuye a la cultura del miedo y al analfabetismo moral. Además, el espíritu inquisitivo propio de la cultura de la cancelación, debe hacernos reflexionar sobre si es justo o proporcional que una empresa te despida por emitir una opinión poco ortodoxa o que esa opinión, como es el caso de J.K.Rowling (acusada de discriminar y negar la identidad sexual de las personas trans), te persiga hasta el punto de acabar con tu reputación. ¿En qué momento olvidamos las diferencias entre estar equivocado y ser culpable?
Las restricciones arbitrarias sobre lo que se puede (o no) decir sobre un tema muestran asimismo el rol que le otorgamos al disidente, al charlatán o al necio. Podemos desear su reprobación social, pero no deberíamos actuar para hacerlo. Al fin y al cabo, todas las personas tienen derecho a equivocarse y a corregir sus errores. Nuestras opiniones, convicciones e ideas son falibles. Una cultura que defienda el debate honesto y la libertad de expresión debe estar abierta a las segundas oportunidades. El héroe hoy no es aquel que reacciona mediante la censura sino quien, pese a todo, sigue defendiendo la libertad de palabra, incluso cuando esa libertad se utiliza para expresar ideas nefastas o con las que no se está de acuerdo.
Otro de los peligros de la cultura de la cancelación es que no deja margen para algo tan obvio, al menos si echamos un vistazo a la historia de la humanidad, como es la evolución de los sistemas morales. Así pues, los defensores de la cultura de la cancelación no solo se ceban con las opiniones del presente. Creyéndose sumamente justos y autorizados, también usan los estándares morales actuales para juzgar el pasado.
La historia es una lección y es ingenuo pretender reescribir los problemas de justicia social que alberga desde el más absoluto histrionismo
Esta actitud de señalamiento retrospectivo expresa un anhelo utópico de pureza moral y revela una incomprensión significativa de la historia. Siendo así, me preocupa la tendencia reaccionaria de algunas minorías y movimientos sociales. No se pueden evitar los horrores de años atrás censurando obras de arte. Es cínico creer que se lucha contra el racismo derribando estatuas. Y no, las mujeres de hoy no son víctimas del pensamiento de Aristóteles (y otros muchos pensadores antiguos) que balbuceaban ideas totalmente sexistas, pero que eran acordes a su época. Baste recordar que determinados personajes e intelectuales del pasado, por muy pequeños que hoy se vean, fueron gigantes en su tiempo.
La historia es una lección y es ingenuo pretender reescribir los problemas de justicia social que alberga desde el más absoluto histrionismo. Es verdad que siempre hubo analfabetos morales y fundamentalistas ideológicos tanto en la izquierda como en la derecha, pero hoy parece que hemos olvidado que para vivir en comunidad necesitamos alcanzar consensos entre lo pragmático y lo ideal.
No es ninguna novedad que la libertad o la restricción de aquello que podemos expresar viene condicionando nuestra convivencia social desde hace ya mucho tiempo. De hecho, los primeros vestigios de la cultura de la cancelación se pueden encontrar en la antigua Grecia. Tomemos como ejemplo al poeta Arquíloco, cuyas composiciones, en las que se mofaba del militarismo y de los héroes homéricos, no solo fueron prohibidas, sino que también le valieron la expulsión de Esparta. ¿Y qué hay de Sócrates, el hombre más sabio de Atenas? El maestro que no disimulaba su propia ignorancia (“solo sé que no se nada”), antes de ser condenado a muerte, tuvo que hacer frente a la censura y a las acusaciones de que estaba corrompiendo con su discurso a los jóvenes.
Es posible que hoy el problema de fondo no sea estrictamente la libertad de expresión sino el interés deliberado de imponer una moral normativa que sirva a determinados fines ideológicos
Es posible que hoy el problema de fondo no sea estrictamente la libertad de expresión sino el interés deliberado de imponer una moral normativa que sirva a determinados fines ideológicos. En este caso, no se puede pasar por alto cómo los sentimientos de ira, resentimiento e indignación se han adueñado del debate público, especialmente cuando se dan o se perciben situaciones de injusticia.
Con ello no quiero decir que la lucha contra la cultura de la cancelación consista en censurar las emociones morales. Al contrario, sostengo que despreciar el mundo de las emociones alberga un prejuicio, pero también torpeza. Lo que sí pienso es que la vuelta a la razón como guía moral pasa por comprender esas reacciones. El mundo está lleno de buenas personas que, influenciadas por su entorno y aun defendiendo causas justas, se comportan de manera inmoral y autoritaria. Entender ciertas sensibilidades puede ser un ejercicio prudente y estratégico. Pero, no nos engañemos, en este contexto, la empatía no es suficiente. La alternativa a la cultura de la cancelación pasa por fortalecer los valores del proyecto liberal: la tolerancia bidireccional sigue siendo una oportunidad para renovar el diálogo social y preservar el pacifismo.