Por Andrés Villar, Daniela Sepúlveda y Cristóbal Bywaters // Contenido publicado en La Tercera
En los últimos años nos hemos acostumbrado a que la política exterior chilena abandone su tradicional espacio de excepcionalidad para ubicarse en el centro del debate nacional.
En consonancia con las crisis simultáneas del orden internacional liberal y el “modelo” chileno, las relaciones exteriores del país se encuentran en un interregno entre su esplendor pasado y un mundo incierto, donde las viejas fórmulas y categorías no necesariamente serán de utilidad frente a los nuevos desafíos.
Mirada a la luz de sus objetivos, la política exterior post-dictatorial fue ampliamente exitosa. Un contexto internacional favorable permitió al país restaurar y ampliar sus vínculos externos tras la restitución de la democracia. La influencia nacional aumentó gracias a un activo papel en el sistema multilateral. En lo que respecta a la inserción económica, una ambiciosa red de acuerdos contribuyó a la consecución de objetivos diplomáticos que trascendían la esfera estrictamente comercial.
No obstante, al tiempo que el estatus internacional del país experimentaba una transformación sin precedentes en su historia, se incubaba en la sociedad chilena un profundo malestar con el orden social y económico que brindó, en parte importante, sustento a tal ascenso.
El estallido social de octubre de 2019 terminó de desestabilizar la narrativa de prosperidad económica, estabilidad política y progreso social que las élites chilenas cultivaron y proyectaron hacia el exterior durante las décadas anteriores, dejando al desnudo las limitaciones y tensiones que subyacían al otrora celebrado modelo. A fin de cuentas, no éramos tan distintos al resto de América Latina.
Pocas dudas quedan de que el proyecto internacional post-dictatorial está agotado. Hoy es preciso avanzar hacia un nuevo ciclo de la política exterior para las próximas décadas, el cual deberá estar subordinado al proyecto de país que la comunidad política se dé para sí mediante el proceso constituyente que estamos comenzando.
En un sistema internacional con crecientes constricciones, la generación de condiciones para la autonomía externa será la problemática estratégica central del nuevo ciclo de la política exterior. En la acción colectiva -y no en el repliegue-, se encuentra la clave para lograrlo.
En lo inmediato, la restauración de la credibilidad internacional del país y la subsanación del daño reputacional sufrido durante los últimos años aparecen como un objetivo de primer orden y una condición mínima para la viabilidad de la inserción internacional.
¿Cuáles deberían ser las características de un nuevo proyecto internacional progresista para la política exterior chilena?
Se trata, en primer lugar, de una política exterior feminista, humanista e igualitaria. Otorga centralidad a la democracia, la equidad, los derechos humanos y la dignidad de las personas como ejes articuladores de su narrativa y accionar.
A nivel interno, está al servicio de la protección y expansión de las conquistas democráticas. En el plano externo, promueve, con realismo y responsabilidad, los valores que la sustentan, así como busca asegurar las condiciones que permitan el pleno desarrollo de la sociedad chilena y la construcción de un orden internacional justo y sostenible.
Una política exterior progresista no parte del supuesto de unidad cultural que se halla implícito en el concepto del “interés nacional”. Por el contrario, reconoce la pluralidad de la comunidad política y avanza hacia una política exterior plurinacional.
En ese mismo sentido, adopta una visión expansiva de los intereses de la comunidad política y es escéptica de las perspectivas que los reducen exclusivamente a los intereses comerciales y la soberanía westfaliana.
Asimismo, rechaza el neosoberanismo y reconoce que los intereses de la comunidad política están inexorablemente vinculados a las agendas comunes de la humanidad, los cuales requieren más y mejor multilateralismo, y no uno “a la carta”.
A fin de asegurar la autonomía externa, en lugar de rehuir de las responsabilidades internacionales derivadas de la mejorada posición internacional del país, una aproximación progresista promueve, por medio de alianzas ad hoc, la creación y ampliación de bienes públicos a nivel regional y global.
En consonancia con la tradición de la izquierda democrática, un nuevo proyecto progresista otorga prioridad efectiva a América Latina, impulsando iniciativas de convergencia regional, en particular con los países vecinos.
Desde el punto de vista de la estrategia diplomática, cultiva un enfoque de tipo intensivo al apostar por una diplomacia de nicho.
Un ejemplo de nicho es la crisis climática, ámbito en el cual el país puede recuperar su credibilidad por medio de lo que denominamos una política exterior turquesa; es decir, que combina los componentes ambientales tradicionales (verde) con la protección y administración del océano (azul).
En cuanto a la estructura institucional, un enfoque progresista promueve el desarrollo de un Sistema Nacional de Política Exterior de amplio espectro que fomente el potencial de inserción internacional autónoma y convergente de los actores subestatales.
Finalmente, a fin de reforzar sus bases de legitimidad democrática, es necesario contar con una política exterior participativa y establecer contrapesos institucionales a la conducción presidencial de las relaciones exteriores.
Al igual que en el pasado, el éxito de un nuevo ciclo de la política exterior dependerá tanto de la calidad de su diplomacia como de la capacidad que tenga el sistema político de resolver democráticamente los conflictos y dilemas que enfrenta la sociedad en la actualidad.
A corto y mediano plazo, ello está estrechamente vinculado tanto a la recuperación de la crisis económica y social derivada de la pandemia, como de la forma en que se lleve a cabo el proceso constituyente y el pacto social que emerja de este.
En el largo plazo, el desempeño internacional del país estará sujeto a su nivel de desarrollo, la capacidad de la nueva Constitución de sentar las bases de un orden social más justo, y, por cierto, el contar con una mejor política exterior.
Lejos de constituir un obstáculo a su inserción internacional, el estallido social, el proceso constituyente y la elección presidencial de 2021 representan una oportunidad para repensar la forma en que Chile se relacionará con el mundo.
Por lo pronto, las fuerzas progresistas tienen la responsabilidad de aunar debates críticos y constructivos sobre el futuro de la proyección internacional del país.