Escrito por: Jaime Gazmuri Mujica.
Esta publicación fue obtenida de la plataforma: La Mirada Semanal
Lo expresó bien el teólogo Frei Betto, poco después del triunfo electoral: “el más complejo desafío (de Lula y su gobierno) será enfrentar la cultura bolsonarista asumida por millones de ciudadanos que alabaron al “mito”, y ahora son testigos de su caída y viven la amargura de la victoria lulista. Esta gente no está organizada, pero es autoritaria, agresiva, violenta…”
Solo una semana después de la multitudinaria y alegre fiesta democrática que vivió Brasilia, en el mismo escenario, el país y el mundo asistieron atónitos al desborde de una masa de miles de fanáticos bolsonaristas que invadieron la plaza de los tres poderes y se adueñaron y vandalizaron las sedes del Congreso, del Supremo Tribunal Federal (STF) y de la sede de la Presidencia, el palacio de Planalto. La imagen perfecta de un Estado incapaz de garantizar la integridad física de las sedes del poder republicano. Solo más de dos horas después las fuerzas encargadas de la seguridad del Distrito Federal comenzaron a recuperar el control de la situación y el orden público.
El asalto a los poderes no fue un acto ni espontáneo ni sorpresivo. Se produjo después de dos meses en los que miles de bolsonaristas en todo el país organizaron campamentos permanentes alrededor de establecimientos militares exigiendo una intervención militar para desconocer el triunfo electoral de Lula, impedirle asumir la presidencia y mantener a Bolsonaro en el poder. Movilizaciones alentadas por el Presidente y por figuras militares en retito y en actividad de su núcleo más cercano. Frente a declaraciones del Poder Judicial que afirmaron que dichas manifestaciones eran ilegales e inconstitucionales ya que promovían el delito de sedición, desde el Gobierno y sus fuerzas de apoyo se argumentaba que eran ciudadanos pacíficos que ejercían su derecho a la libertad de expresión. Finalmente, los reiterados intentos de Bolsonaro y su entorno inmediato -civil y militar- de inducir una intervención de las Fuerzas Armadas impidiera el reconocimiento del resultado electoral no prosperaron.
El día anterior a la asonada llegaron a Brasilia cerca doscientos omnibuses con miles de bolsoraristas de todo el país y la inteligencia de la presidencia advirtió de su intención de ocupar la plaza de los tres poderes. Ya había habido un intento previo de asaltar la sede del STF. La turba salió del campamento bolsonarista establecido hace meses frente a la sede del Estado Mayor del Ejército. El mismo día 8 había estado allí la esposa del General Villas Boas, ex comandante del Ejército y uno de los mentores castrenses del expresidente. El asalto solo pudo consumarse con la colaboración de la Policía Militar del Distrito Federal y del comandante militar de Planalto. La primera es la responsable de la seguridad de la capital federal y ,advertida previamente, no dispuso ningún plan de contención, a pesar de contar con suficientes medios y experiencia. El segundo es el responsable de la seguridad del Palacio presidencial y integrado por un contingente de unos dos mil hombres: para el domingo 8 solo se dispuso una dotación para un fin de semana de absoluta normalidad: 38 militares.
Si no fue una acción espontánea, surge una pregunta ineludible: ¿cuál era el objetivo de quienes la planificaron y ejecutaron? Ya que era evidente que, a una semana de asumir el poder, las Fuerzas Armadas no iban a destituir al Presidente recién asumido.
Una pista para resolver el enigma la proporciona una declaración hecha por el Senador electo Hamilton Mourao, general y ex Vicepresidente de Bolsonaro, a las 17.10, menos de dos horas después del asalto: “repito que el gobierno del Distrito Federal es responsable, y en caso de no tener condiciones, que pida al Gobierno Federal un decreto de Garantía de ley y Orden”. Este es un estado de excepción que entrega a las Fuerzas Armadas el control del orden público en toda la Nación, y que ha sido usado incluso por los anteriores gobiernos de Dilma y Lula. La hipótesis se refuerza con las declaraciones judiciales de un activista bolsonarista preso que confesó haber preparado la explosión de un camión de combustible cerca del aeropuerto y de atentados a estaciones de energía que provocaran un caos que condujera a decretar Estado de Sitio. De haberse decretado tal estado de excepción, el nuevo Gobierno habría iniciado su gestión con las fuerzas armadas a cargo de la seguridad interna, con un alto grado de autonomía. Ello en un país fuertemente fragmentado y con la presencia de sectores de ultraderecha violentos, numerosos y movilizados.
El Presidente y su Ministro de Justicia, en cambio, no siguieron el consejo de Mourao y decretaron la intervención de la Policía Militar del Distrito Federal y la pusieron bajo el mando de la segunda autoridad política de dicho Ministerio. Casi simultáneamente el Ministro del Supremo Tribunal Federal (STF) decretó la suspensión, por 90, días del Gobernador del Distrito Federal y la destitución de su Secretario de Seguridad (exministro de Justicia de Bolsonaro) y del jefe de la Policía Militar. Al mismo tiempo ordenó a las policías militares de todos los estados y a las fuerzas armadas el desalojo de los campamentos instalados frente a instalaciones militares a lo largo del país.
Al caer la noche la normalidad había regresado y en Brasilia y unos 1.500 violentistas, o terroristas según el STF, estaban prisioneros a la espera de los respectivos procesos judiciales.
Es necesario constatar el rechazo unánime de todos los poderes del Estado al atentado del bolsonarismo, así como su compromiso con las investigaciones de los responsables materiales e intelectuales de la asonada y la necesidad de que la justicia sancione los delitos correspondientes de manera ejemplar. Incluso Bolsonaro, autoexiliado en Miami, condenó tibiamente la violencia desatada. Los procesos judiciales ya están en curso.
Inmediata y enérgica fue también la condenación internacional al intento golpista. Particularmente contundente fue la respuesta del Gobierno de Biden: “condeno el asalto a la democracia y al traspaso pacífico de poder en Brasil…… espero seguir trabajando con Lula”. Palabras que sin duda tendrán efecto al interior de los cuarteles, dada la histórica y estrecha relación entre las fuerzas armadas de ambos países.
Más compleja ha resultado la relación entre el Ejército y el nuevo Gobierno. Lula manifestó desde el inicio su desconfianza de los militares a cargo de la seguridad de palacio y exoneró a varios de ellos. El designado Comandante del Ejército, Julio Cesar de Arruda, la misma noche del 8 se negó a desalojar el campamento instalado en Brasilia, enfrentando a la Policía Militar que cumplía la orden de eliminarlo, así como a iniciar investigaciones sobre oficiales que participaron en las movilizaciones y otros requerimientos de Gobierno.
En una decisión audaz, Lula lo llamó a retito y nombró sucesor al General Tomàs Paiva, segunda antigüedad de la institución, que el mismo día en que Arruda era dimitido hizo una alocución a las tropas que dirigía afirmando el carácter apolítico del Ejército, el respeto a los resultados electorales y la naturaleza republicana de las instituciones del Estado.
Se puede concluir que el ataque en profundidad que sufrió la democracia brasileña el 8 de enero fue categóricamente derrotado y que no se ve en el horizonte inmediato una amenaza a la estabilidad institucional de la tercera democracia mayor del mundo.
Se supone que el nuevo gobierno deberá destinar sus mejores energías a enfrentar una agenda económica y social compleja y exigente.
Sin embargo, las secuelas de los episodios de enero persistirán en el corto y mediano plazo.
La más inmediata será el proceso de investigación, juicio y castigo de los responsables del atentado, que pueden alcanzar al propio Bolsonaro y autoridades de su Gobierno, tanto civiles como militares. Este proceso puede originar escenarios de alta conflictividad política y social.
Luego está el desafío de la normalización de la relación de las Fuerzas Armadas con las instituciones del Estado democrático, particularmente con el Gobierno y el Poder Judicial. Estas fueron profundamente alteradas durante los cuatro años del Gobierno de Bolsonaro. Salvo durante la dictadura, nunca las FFAA tuvieron una participación política tan activa y protagónica. Integraron el Gabinete influyentes generales, tanto en retiro como en servicio activo, que apoyaron las políticas confrontacionales del Presidente con otros poderes del Estado, particularmente contra el Judicial, y sus reiterados esfuerzos para cuestionar sin prueba alguna el sistema electoral, y por tanto la legitimidad de un eventual triunfo de Lula. Además, unos 7 mil oficiales se desempeñaron en cargos directivos en todas las áreas de la administración y las empresas públicas. Muchos se identifican con el liderazgo político de Bolsonaro, lo que es particularmente intenso en los grados inferiores de la oficialidad y los superiores de la suboficialidad. Los integrantes legalistas del alto mando, que esta vez se impusieron, presumiblemente comparten sentimientos anti petistas y anti lulistas profundamente arraigados en una amplia franja de la sociedad brasileña. La penetración y la influencia del bolsonarismo ha sido intensa, además, en las policías militares de todos los estados de la Unión, que son las encargadas de la seguridad interior.
Finalmente, y quizás el desafío más complicado y de largo alcance, es el de como convive un orden político democrático con un porcentaje importante de la ciudadanía que no comparte -sino desprecia y combate- los valores y conductas propias de la democracia y que se ha sentido interpretado por un liderazgo -el “mito”- lo denominan- que expresa cabal y eficazmente esa cultura. Una cultura que opera sobre la base de la fabricación del peligro y el miedo y de la gestación del odio hacia quienes amenazan los valores esenciales que pretenden defender: dios, la patria, la familia, la infancia, la libertad. Para ellos el PT y el comunismo amenazan mortalmente esos valores. En esa concepción la política tiene una misión redentora y un fuerte sentido religioso integrista: con el mal no se convive ni se dialoga, se le combate y elimina. A ello hay que agregar la construcción de un ecosistema de desinformación, que genera lo que la socióloga brasileña Jacqueline Pitanguy denomina disfunción cognitiva: desaparece el mínimo espacio de percepciones comunes que habilitan el debate ciudadano, y por lo tanto el ejercicio democrático.
Es evidente que la casi mitad de ciudadanos y ciudadanas que votaron por Bolsonaro en la elección de diciembre no comparten totalmente esa cultura. Pero también hay evidencia de que son una fracción significativa, aunque probablemente minoritaria, que tiene profundas raíces en iglesias neopentecostales de raigambre popular, en el conservadurismo histórico de una sociedad estamental, marcada por tres siglos de esclavismo y su herencia racista y por los residuos del anticomunismo de la guerra fría. Su aislamiento político, cultural y social será clave para la consolidación de la democracia.