Pero pensamos que el tamaño de los desafíos pendientes, que incluyen devolverle a Chile confiabilidad, respeto y predictibilidad en el manejo de sus relaciones internacionales, en una verdadera labor de “control y reparación de daños”, exige que se empiecen a dar pasos que tiendan a configurar poco a poco un Sistema Nacional de Política Exterior, donde el ministerio del área tenga un rol coordinador y no monopólico sobre los temas internacionales.
La humildad y el respeto no solo son muestras de inteligencia sino también de prudencia, la mayor virtud política, según nos dijo Nicolás Maquiavelo hace ya más de quinientos años.
Decirle lo que debe hacer al Presidente electo, con más o menos tacto, ya se está haciendo costumbre, muy mala, por lo demás. También en política exterior se está produciendo este fenómeno, en el formato de consejos, sugerencias o recomendaciones que nadie ha pedido y que se alejan del sano debate sobre la estrategia de inserción internacional que nuestro país requiere en el nuevo ciclo que comienza.
Cualquier “desembarco” en estos temas requiere enfrentar desafíos complejos que, afortunadamente, se distancian de la “agenda histórica” o tradicional con nuestros vecinos, ya que los conflictos limítrofes han sido virtualmente superados o se encuentran restringidos a procesos claramente definidos, que contemplan mecanismos de solución pacífica de las controversias, todos ellos refrendados por tratados vigentes. Si a ello agregamos la urgente necesidad de acordar con la región una estrategia común para enfrentar la pandemia, los desastrosos efectos del cambio climático y la recuperación económica, el horizonte no puede ser otro que el diálogo, la concertación y la cooperación.
La política exterior es una política pública que debe representar la multiplicidad de intereses e identidades presentes en la sociedad chilena, sumando estas capacidades al ejercicio de la transparencia, la rendición de cuentas y el fortalecimiento de una institucionalidad acorde con la democracia que pretendemos construir. Aquello diverge de las tradicionales prácticas de lobbies corporativos, caracterizadas por la opacidad y el secreto, las cuales impiden la formación de una auténtica política de Estado, amplia y pluralista, atenta a las demandas de nuestro pueblo y a las profundas transformaciones que cruzan al mundo.
Tal como lo dice el programa del Gobierno elegido el pasado 19 de diciembre, se requiere una acción diplomática proactiva que devuelva y refuerce las capacidades del país en el plano externo, tan disminuidas en la actual administración conducida por Sebastián Piñera. “La política exterior chilena debe transitar, con urgencia, hacia un nuevo ciclo político. Nuestro estatus internacional puede fortalecerse mediante una cooperación flexible, concertada y sustentable”. Para ello, se proponen cuatro ejes transversales y básicos que deben cruzar toda la acción externa: i) una política exterior promotora del multilateralismo; ii) una política exterior emprendedora, que implique coordinar “nuestras estrategias internacionales con las del desarrollo nacional” y sostenible; iii) una política exterior feminista, que permita, entre otras cosas, “avanzar hacia una Cancillería paritaria”; y iv) una política exterior turquesa, que conjugue el componente verde (ecológico global) con el componente azul (de protección y administración de los océanos).
Por cierto, corresponde, además, que el rumbo de la política externa sea coincidente con los giros adoptados en la política interna, marcada, a su vez, por las reglas del juego que defina la nueva Constitución que nos regirá a partir del año que recientemente se ha iniciado. Destacados ejemplos de lo anterior son la instrumentación de una política exterior feminista, uno de cuyos pilares, pero no el único, es la paridad en la nominación de cargos; la adecuada representación de las naciones originarias y grados importantes de descentralización que permitan la expresión de los territorios en el plano subnacional e internacional.
Afrontar estos desafíos es una tarea que invita a convocar a los mejores profesionales disponibles en esta área, sin cuoteos ni exclusiones a priori, aprovechando que contamos con destacados(as) y académicos(as), expertos(as) y diplomáticos(as) que saben cómo aportar al interés superior del país. Tenemos una comunidad de relaciones internacionales dispuesta a trabajar con lo mejor de sus talentos.
Hay quienes recalcan en sus opiniones, disfrazadas de una intención benévola y calificada, que la política exterior debe ser “pragmática”, entendiendo por ello evitar las alianzas “rígidas” (léase integración con América Latina) e insistiendo en una aproximación que, por lo general, es netamente comercial con las demás regiones del globo. Evidentemente, la apertura comercial debe continuar, pero con la orientación que las nuevas condiciones imponen, agregando valor a nuestros productos de exportación, en el contexto de la fase posneoliberal que está comenzando, y cautelando que se preserve al medioambiente de los daños que un desenfrenado espíritu extractivista a veces pasa por alto o subvalora. Ciertamente, dicen los consultores no consultados, que no por ser práctica la política exterior debe carecer de valores y principios, aunque su visión parece ser más bien difusa o flexible en ambos aspectos.
El actual sistema internacional se encuentra cruzado por la disputa estratégica entre Estados Unidos y China, reclamando de los demás Estados una postura de autonomía y no alineamiento soberano con ninguna de las dos potencias en pugna, en la medida en que sus capacidades y la voluntad de sus gobernantes se los permita. Esto significa poner por delante los intereses propios, luchar por un sistema multipolar donde se asegure el respeto a los países que poseen menos atributos de poder y buscar socios en todas partes, es cierto, pero a partir de la región geográfica en que habitamos y de la que somos parte.
La promoción y defensa del derecho internacional, de la autodeterminación de los pueblos, del respeto irrestricto de los derechos humanos en cualquier tiempo y lugar, del multilateralismo y el combate acelerado y coordinado a la crisis medioambiental y a sus devastadores efectos en materia de cambio climático, son tareas de gran envergadura y calado que exigen una estructura y un poder de agencia especializado y asertivo.
Sabemos que la actual Constitución deposita en el Jefe de Estado –es decir, en el Presidente de la República– la tarea de la conducción de la política externa, con el auxilio de la Cancillería. Pero pensamos que el tamaño de los desafíos pendientes, que incluyen devolverle a Chile confiabilidad, respeto y predictibilidad en el manejo de sus relaciones internacionales, en una verdadera labor de “control y reparación de daños”, exige que se empiecen a dar pasos que tiendan a configurar poco a poco un Sistema Nacional de Política Exterior, donde el ministerio del área tenga un rol coordinador y no monopólico sobre los temas internacionales.
Esto sería, a nuestro juicio, consecuente con la aparición de nuevos espacios y escenarios que amplían y resignifican el “teatro de operaciones” clásico donde se han librado, en forma tradicional, las disputas y fricciones que organizan al sistema internacional, como un conjunto de subsistemas integrados. Entre ellos, podemos mencionar, por citar solo a algunos, el ámbito digital, donde se expresan de manera descarnada los dilemas de seguridad de las nuevas confrontaciones interhegemónicas; las esferas y fronteras marítimas y espaciales, que también cobran especial relevancia a la luz de estas pugnas; el uso de los bienes comunes globales que la Humanidad posee y que exceden las fronteras de los Estados-naciones; y, por cierto, la irrupción de nuevos actores sociales que reclaman protagonismo y capacidad de incidencia en la agenda pública.
Y que, en suma, definen la única perspectiva a partir de la cual es posible construir los necesarios consensos que sostengan una política exterior moderna y renovada: la de la deliberación democrática abierta y no mediada o pauteada por presuntos “expertos” y “especialistas” que solo nos proponen una relectura “aggiornada” de la vieja receta gatopardista: “Cambiar algo para que no cambie nada…”.
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