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Internacionalismo o aislacionismo: un viejo dilema

por José Miguel Insulza

La continuidad de la actual política exterior norteamericana puede no ser lo que esperamos, pero al menos no sugiere las catástrofes que podrían derivarse de un retorno al aislacionismo.

El reciente debate entre Donald Trump y Kamala Harris aumentó la incertidumbre
acerca del resultado de la elección de noviembre en Estados Unidos. En pocas
semanas, la renuncia de Joe Biden y el éxito unitario de la Convención Demócrata
cambiaron completamente el panorama, haciendo la contienda mucho más
competitiva de lo que se podía esperar a fines de julio, cuando todos predecían la
victoria de Trump. El debate del 10 de Septiembre, con un resultado claramente favorable a Harris, dejó en claro que la batalla será difícil y estrecha hasta el final y se definirá en un puñado de estados, manteniendo la división que ha paralizado en los últimos años la política de Estados Unidos.

Aunque la prensa le ha prestado poca atención, la política exterior ocupó parte muy importante del debate y las divisiones entre ambos postulantes fueron ostensibles. En temas tan diversos como la guerra en Ucrania, la OTAN, la situación de Gaza y el Medio Oriente y el comercio exterior, los candidatos delinearon diferencias sustantivas acerca del rol que corresponde a Estados Unidos en la política global, mostrando una vez más que, en los últimos años, el gran desacuerdo vuelve a ser, si bien en circunstancias muy distintas, el mismo que aquejó a la política exterior de Estados Unidos por la mayor parte de sus casi 250 años de existencia, con una larga excepción durante toda la Guerra Fría.

Ese desacuerdo no tiene que ver con la importancia o el peso de su nación, que todos reconocen, sino más bien con si esa fuerza se conserva mejor estando aislada de los conflictos globales o si le permite o la obliga a regular al resto de la sociedad internacional. El aislacionismo fue relevante en Estados Unidos desde su nacimiento como nación, para cuestionar a quienes querían establecer lazos privilegiados con la Francia revolucionaria en virtud de la afinidad ideológica que exhibían ambos procesos. La designación de Thomas Jefferson como delegado ante el gobierno de París fue cuestionada por muchos; y la doctrina Monroe puso una barrera infranqueable por el resto del siglo XIX, a cualquier tentación de involucrarse en el nuevo orden europeo. La victoria del capitalismo nacional, producto de la guerra civil, permitió el mayor progreso hacia adentro, con una frontera movible que parecía interminable, apropiándose de territorios adyacentes hacia el sur y el oeste.

Sólo concluida la “conquista del Oeste”, se hicieron más fuertes los llamados a jugar un papel más significativo en procesos más allá de sus fronteras. La independencia de las islas mayores del Caribe y otras aventuras más distantes (como la ocupación de Filipinas), tuvieron lugar bajo la enseña del “destino manifiesto” que proclamaba que la nación nacida en libertad y democracia podía extenderse sin debilitarse, precisamente por su origen libertario. Fue esa noción la que permitió, al terminar el siglo, la presencia territorial norteamericana en el Caribe y el Pacifico, ampliando la Doctrina Monroe para institucionalizar el derecho a la intervención, pero siempre confrontada por fuerzas aislacionistas poderosas en el Congreso de Estados Unidos.

Fue esa resistencia, reflejada principalmente en el Partido Republicano, la que impidió al demócrata Woodrow Wilson apurar la participación de su país a la Primera Guerra Mundial, luego bloquear el ingreso de Estados Unidos a la Liga de las Naciones y, ya iniciada la Segunda Guerra Mundial, limitar sustantivamente el envío de ayuda militar a los países de Europa que luchaban contra el fascismo. El ataque directo de Japón a Pearl Harbour y su alianza con el Eje encabezado por Alemania, que controlaba casi toda Europa, marcó la total derrota del aislacionismo, asegurando la presencia de Estados Unidos como potencia hegemónica “legítima” en gran parte del bloque, más allá del fin de la Guerra Fría. En ese período hegemónico, en que gobernaron presidentes demócratas y republicanos, las ideas internacionalistas dominaron plenamente, hasta el punto de convertirse en la única política “de Estado” vigente en el país. La victoria completa de Estados Unidos en la Guerra Fría acentuó aún más la idea de “nación indispensable” que ahora profesaban ambos partidos. Aunque ya se escuchaban voces acerca del excesivo costo que pagaba Estados Unidos por la mantención de su primacía y se hacía creciente la resistencia al envío de fuerzas militares norteamericanas a diversos lugares del mundo, esas fuerzas se mantuvieron por largo tiempo después de la caída de las Torres Gemelas.

La presidencia de Donald Trump significó el retorno, con los matices que corresponden, a los preceptos básicos del antiguo aislacionismo. Si bien no enfrentó desde un comienzo la idea de nación indispensable, sí enfatizó los costos de mantención de las alianzas y lo que veía como desequilibrios en las políticas comerciales con naciones como China, el país al cual identificó desde un comienzo como el principal adversario. La OTAN y otros aliados, como Corea y Japón también fueron denunciados como reacios a poner su parte en alianzas que les favorecían, mientras las naciones “iliberales” de Europa, Asia y América Latina eran tratadas con una retórica bastante benevolente. Los organismos internacionales también sufrieron su embestida, especialmente dirigida a los costos de políticas que Estados Unidos no comparte y, según el, favorecen más a los adversarios de su país.

Basta examinar algunas de las propuestas que Trump hace ahora y los aliados con que espera contar, para concluir que un segundo período de Trump significaría un retorno acentuado de esas políticas: Trump propone la deportación más masiva de extranjeros que Estados Unidos haya realizado en su historia y en algunos de sus discursos más encendidos ha llegado a anunciar el cierre de la frontera con México; anuncia la implantación de una tasa mínima de 10% (un 60% para China) a todas las importaciones; exige el incremento de las contribuciones de los demás países a las alianzas en Europa y Asia; así como la reducción de los pagos de Estados Unidos a los organismos internacionales. Estas políticas duras contrastan con sus silencios respecto del apoyo a Ucrania, su pleno apoyo al gobierno de Netanyahu en Israel y su benevolencia en el trato a Rusia.

Del otro lado del debate, Kamala Harris parece inclinada a continuar la política que hasta ahora ha seguido la administración Biden, sin agregar muchas propuestas nuevas, ni especificar cómo podrían mejorarse las que están hoy en vigor. Eso pone a la candidata demócrata en el terreno del internacionalismo, pero uno que no reconoce adecuadamente los grandes cambios que ha sufrido el mundo desde el fin de la Guerra Fría. Estados Unidos sigue siendo la mayor potencia mundial, pero no es ya la única, ni está en condiciones de actuar directamente en todos los conflictos mundiales. La candidata demócrata no anuncia nuevas políticas para tratar las crisis en Ucrania y Gaza, que parecen destinadas a prolongarse de manera indefinida; y la decadencia del sistema internacional multilateral no parece estar en la agenda.

En suma, ni el retorno al aislacionismo de Trump ni la continuación acrítica de las actuales políticas de Biden, parecen proponer soluciones adecuadas a los problemas globales. Pero sí es posible decir que los anuncios de Trump no pueden cumplirse sin costos altísimos para Estados Unidos y muy graves consecuencias para el sistema internacional. La continuidad de la actual política exterior norteamericana puede no ser lo que esperamos, pero al menos no sugiere las catástrofes que podrían derivarse de un retorno al aislacionismo.

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