Donald J. Trump ostenta ahora la dudosa distinción de ser el único presidente de Estados Unidos que ha sido enjuiciado políticamente en dos ocasiones. El culpable del asalto al Capitolio, un día aciago para la democracia estadounidense, fue él. Fue él también quien convocó a sus seguidores en Washington D.C., prometiéndoles que lo pasarían «salvaje»; los arengó en su discurso en la Elipse para que marcharan al Congreso, a «luchar para recuperar nuestro país»; y, en medio de la toma, en la que murieron cinco personas, puso a su abogado a llamar a senadores republicanos para que dilataran la certificación de Joe Biden como el próximo presidente de Estados Unidos.
Algunos dirán que sus posibilidades de volver a la Casa Blanca en 2024 son mínimas, si hubiese alguna, después de esta debacle del Capitolio. La crisis política que ha gatillado se superpone a la de la pandemia, que en Estados Unidos sigue batiendo récords en materia de muertes por el Covid-19, con más de 4.000 fallecidos diarios.
Se espera que la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca actúe como un bálsamo que cure las heridas de un país que ha pasado por un cuatrienio de miedo: niños centroamericanos enjaulados en la frontera; el asesinato de George Floyd en Minneapolis; una sinagoga atacada a balazos en Pittsburgh; ya casi 400.000 muertos por la pandemia; y este inédito asalto al Congreso.
Biden, un veterano con 47 años a cuestas en las lides de Washington, ha demostrado oficio y calma para sortear esta transición. Armó un equipo de primer nivel para su Gabinete y obtuvo una mayoría en el Senado, con la inesperada victoria de los dos candidatos demócratas en Georgia. Dicho esto, sus desafíos son monumentales. Parten por vacunar a la población, algo en lo cual el Gobierno de Trump también ha fracasado. Pues después de anunciar que habría 20 millones de vacunados antes de fin de año, en realidad apenas llegaron a dos millones. Y siguen con la urgencia de reactivar la economía de un país devastado por el impacto simultáneo de la caída de la oferta y la demanda causada por el Covid-19, algo para lo cual se espera que su paquete de estímulo por 1,9 billones de dólares ayude.
Sin embargo, su desafío mayor es otro. No es obvio que Trump no pueda salir del hoyo que se ha cavado él mismo. Un 64% de los republicanos apoyan su conducta reciente, y un 57% de ellos consideran que debería ser el candidato presidencial para 2024, según una encuesta de Axios. Pero la escisión existente en Estados Unidos entre la mayoría blanca y cristiana, por una parte, y las minorías afro-americanas, hispanas y asiáticas, por otra, es enorme. Ello se traslapa con la fisura urbano-rural, y aquella existente entre los estados en las dos costas y los del Sur y el Medio Oeste. Las proyecciones indican que, en un par de décadas, los blancos serán minoría en Estados Unidos, lo que los tiene aterrorizados. Ello ya ocurrió en California, estado pionero, donde un 40% de la población es hispana y donde los demócratas gobiernan en calidad de partido único dominante.
El partido republicano se ha transformado en el partido de los blancos y los habitantes de las zonas rurales. Trump absorbió el resentimiento existente en el llamado «cinturón de óxido» del Medio Oeste, como consecuencia de su desindustrialización. Esta impactó en especial a los varones blancos sin estudios superiores. Ellos conformaban el grueso de la masa laboral de la industria siderúrgica y automotriz de la cual hoy en día sólo queda una sombra. Con una alta tasa de desempleo y de suicidios, así como de consumo de opioides, son la audiencia ideal para un demagogo que culpa a los inmigrantes y a la gente de color de todos sus males –el multiculturalismo como villano, algo que ya adelantó Samuel P. Huntington en su libro ¿Quiénes somos?, en su ferviente llamado a defender la identidad anglo-protestante del país–. La narrativa de la victimización, modus operandi favorito de Trump, resuena especialmente entre este grupo.
En el discurso de Trump, la globalización, China, los acuerdos de comercio, los musulmanes y los mexicanos son los chivos expiatorios. Serían ellos, y nos los cambios tecnológicos, los culpables de la diferencia entre la prosperidad de las costas y el relativo atraso del interior. Esto incendió la pradera, llevando incluso al derrumbe de la «muralla azul», los estados como Pennsylvania, Michigan y Wisconsin, tradicionales bastiones demócratas, que Donald Trump ganó en 2016.
El problema del partido republicano es que dicho sector demográfico, esto es, el de los varones blancos sin estudios superiores, es cada vez menor, achicando su base electoral. Como resultado de ello, los demócratas han ganado el voto popular en cinco de las seis últimas elecciones presidenciales.
¿Qué podían hacer los republicanos respecto? Frenar la inmigración, por ejemplo, es una de las respuestas que ya ha llevado Trump a la práctica. Pero con eso no basta. De ahí la supresión electoral. La visión convencional es que, a mayor participación electoral, más se beneficia el partido demócrata. La conclusión lógica es suprimir el voto, a cualquier precio.
Es por ello que, a lo largo y lo ancho del país, las legislaturas estatales controladas por el partido republicano han establecido mecanismos para restringir el acceso al voto. Algunos ejemplos son la exigencia cada vez más estricta de documentación de identificación, en un país en que no existe una cédula nacional de identidad, y en que los integrantes de las minorías tienden a disponer de menos documentos para ello; o el limitar el voto por correo, tan importante durante la pandemia. Otro recurso utilizado es el negar el derecho a voto de por vida a ciudadanos que hayan estado presos, algo que tiene un impacto especial en la población afro-americana e hispana.
En los debates en la Cámara de Representantes, los republicanos opuestos a enjuiciar a Trump han llamado a la unidad y a la reconciliación nacional. Ello no deja de ser irónico después de cuatro años azuzando la división y promoviendo el nacionalismo blanco. Sin embargo, aún en la era post-Trump, la escisión entre esta mayoría blanca-cristiana (que pronto dejará de serlo), y el resto de la ciudadanía, seguirá constituyendo la fisura fundamental en un sistema político en crisis. El desafío central es cómo manejarla sin negar la esencia de la democracia, que es el derecho al voto.
Jorge Heine es profesor de Relaciones Internacionales en la Escuela Pardee de Estudios Globales, Universidad de Boston.