Cuando la situación en el este de Ucrania parecía aquietarse con el anuncio del retiro de una parte de las fuerzas rusas de la zona, el gobierno de Vladimir Putin desencadenó, en la madrugada del 24 de Febrero, una invasión violenta en contra de Ucrania. Las señales estaban por todas partes, pero era difícil de creer; qué motivos podía tener Vladimir Putin para atacar brutalmente a un país vecino con una historia común de siglos, que no tiene recursos para amenazarlo y que había pedido numerosas veces un dialogo para resolver los problemas. Por lo demás, el mismo Putin había afirmado publica y privadamente que su intención no era invadir, sino buscar una negociación que resolviera los problemas de seguridad que Rusia exigía.
La reacción casi mundial ha sido muy dura, no sólo porque las sanciones económicas han ido más allá de lo previamente anunciado, sino también porque han existido represalias de todo orden excluyendo a Rusia y sus ciudadanos de toda actividad académica, económica, social, cultural y hasta deportiva.
En las próximas líneas comenzaremos por explicar que significa el centro de Europa, al lado de la Eurasia, en la geopolítica mundial; cómo a partir de ese “pivote” se desencadenaron las dos Guerras Mundiales; cuáles fueron las ganancias territoriales rusas durante la Guerra Fría; y cómo se vieron destruidas por su derrota en la Guerra Fría. A partir de ello será más fácil entender el peligroso juego de poder en el cual se encuentra hoy la Rusia de Putin. Una conclusión anticipada: por más que en medio de la crisis global se hable mucho de nuevo orden mundial, el conflicto en torno a Ucrania y el sacrificio de su pueblo siguen obedeciendo a la lógica de gran potencia que ha imperado en las relaciones internacionales y seguirá reapareciendo con frecuencia, incluso en el mundo multipolar de los años venideros.
1.- Europa y la Guerra Fría.
Europa sufrió tres transformaciones importantes en el Siglo XX. El concepto geopolítico dominante fue siempre el mismo: que la paz de Europa depende de la existencia de un “balance de poder”, entendido como la necesidad de evitar que una sola potencia domine a las demás. Esta ha sido la lógica geopolítica que ha regido a Europa durante todo el siglo XX y hasta hoy.
La potencia cuyo dominio debía ser controlado fue la misma en las dos Guerras Mundiales; Alemania era la mayor potencia europea a comienzos del Siglo XX y había construido esa fuerza mientras Inglaterra, Francia, Bélgica y Holanda construían imperios de mayor o menor tamaño en otras latitudes. La Triple Alianza, que incluía principalmente a Alemania y el Imperio Austro Húngaro, tenía además la ventaja esencial de dominar el Centro de Europa, el territorio vital para extenderse hacia el Atlántico y hacia la Eurasia. Fue esta percepción negativa lo que motivó la creación de una alianza contraria: la Triple Entente integrada por Inglaterra, Francia y Rusia.
Derrotada Alemania y destruido el Imperio, las potencias vencedoras (que ya no incluían a Rusia, cuyo gobierno revolucionario hizo la paz con Alemania por separado, pero sí a Estados Unidos que había entrado al final a decidir la contienda) prefirieron castigar a los derrotados imponiendo a Alemania compensaciones de guerra y condiciones leoninas, al tiempo que fracasaban en la creación de un nuevo orden. De las cenizas de la Primera Guerra surgió, en menos de tres décadas, el germen de la Segunda, más violenta y más extensa, inicialmente en los mismos escenarios y con los mismos países como protagonistas principales, pero extendida luego al resto del continente. El centro y el Este de Europa fueron ocupados por los nazis a lo cual siguió la invasión de la Unión Soviética en junio de 1941; apenas seis meses después, con el ataque japones a Pearl Harbour, la guerra se haría verdaderamente mundial, cubriendo toda la Eurasia y generando una nueva alianza. Los actores mayores serían ahora Estados Unidos, presente en los dos escenarios y la Unión Soviética que llevaba el mayor peso de la guerra en el Frente Oriental, con casi la mitad de los muertos del conflicto.
La Alianza no ocultaba su antagonismo ideológico, que a pesar de todo no les impidió cooperar para derrotar al nazismo. Winston Churchill dijo entonces que “si Hitler invadiera el infierno, yo diría algo amable sobre el demonio en la Cámara de los Comunes”. La frase revelaba la determinación del momento, pero también un futuro contradictorio para Europa. Terminada la Guerra, los aliados dejaron de serlo e iniciaron un juego de potencias que marcaría la política mundial por casi medio siglo.
Estados Unidos salió de la Segunda Guerra Mundial convertido en la mayor potencia mundial. Su poderío económico era insuperable, sus pérdidas materiales muy reducidas y su capacidad militar había crecido, agregando, al final del conflicto, el poderío nuclear. Era visto, además, como el salvador y guía político del Occidente de Europa y del Asia Pacifico, la potencia democrática que había derrotado al fascismo.
Pero en el centro de Europa había otro gran vencedor. La Unión Soviética había llevado el mayor peso de la guerra, porque los dos frentes no habían sido equivalentes. El Frente Oriental que confrontaba a rusos y alemanes llegó a tener una envergadura varias veces mayor que el Occidental. El costo en vidas humanas fue altísimo. De los cuarenta y siete millones de muertos, 23 millones fueron soviéticos, la mitad rusos y la mitad de las demás republicas; mientras tres de cada cuatro de los 10 millones de alemanes murieron allí. Pero al final de la guerra, la lógica geopolítica favorecía a la nueva potencia. El ejército soviético ocupó los países del centro de Europa (el Heartland) y se instalaron gobiernos afines en esos países. Nacía así el “campo socialista” en los territorios que antes habían ocupado los nazis y recuperados por la URSS.
La República Federativa Rusa, corazón de la URSS, había logrado así un doble circulo de seguridad impenetrable. El circulo interno eran las otras catorce repúblicas soviéticas, con fronteras con Rusia, pero también con uno o más países de Europa Occidental o Asia. El circulo externo, el “campo socialista” estaba integrado por ocho países liberados del nazismo por la URSS, que impondría en ellos gobiernos autoritarios leales a la potencia central.
Esta nueva realidad generaba para las potencias occidentales un desafío de gran magnitud, más aún cuando la doctrina geopolítica vigente identificaba el centro de Europa (el Hinterland o Heartland) como el “pivote geográfico de la historia”, la zona dentro del enorme territorio euroasiático desde el cual se podía dominar a Europa y avanzar hacia el resto de Asia. “Quien gobierne en Europa del Este dominará el Heartland; quien gobierne el Heartland dominará la Isla-Mundial; quien gobierne la Isla-Mundial controlará el mundo”, había dicho Halford MacKinder, el célebre geógrafo ingles que europeos y norteamericanos identifican aún como el padre de la Geopolítica moderna. Y la pregunta que se hacían entonces los promotores de la Guerra Fría sería más directa: ¿habrían hecho la guerra para evitar que Alemania dominara Europa desde el Báltico hacia los Urales; y debían ahora enfrentar la posibilidad de que la URSS dominara Europa desde los Urales hacia el Báltico?
Los dos vencedores habían sido aliados, con provecho para ambos. Europa Occidental (el Rimland) quedaba en cambio del lado de Estados Unidos, que había combatido en ella. Pero ahora la realidad los antagonizaba en un grave dilema, ideológico y geopolítico. Y no era un dilema teórico, sino práctico e inminente, porque las fuerzas comunistas amenazaban con tomar el poder en varios países del sur de Europa, por votos (Italia) o por las armas (Grecia). Había entonces que asegurar el control de los mares y las múltiples alianzas forjadas por Estados Unidos para rodear a la Unión Soviética tenían ese objetivo. Y había que proteger el Rimland.
Harry S. Truman
La respuesta estratégica para Europa fue rápida y en distintos frentes. La “doctrina Truman” habilitó el desplazamiento de tropas en el sur de Europa; el Plan Marshall, aplicado desde 1947 entregó cuantiosos recursos para relanzar la economía europea y alcanzar la estabilidad política y asegurar la paz; y el Pacto Atlántico suscrito en 1949, creó la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y concretó la respuesta militar al declarar que “Las partes convienen en que un ataque armado contra una o contra varias de ellas, acaecido en Europa o en América del Norte, se considerará como un ataque dirigido contra todas ellas (…)”.
Firma del Pacto de Varsovia
El campo socialista respondió, primero eliminando al interior de sus países cualquier intento de neutralidad o separación y suscribiendo luego su propio Tratado de Amistad, Colaboración y Asistencia Mutua o Pacto de Varsovia. Luego vinieron la Comunidad Europea y el COMECON. Se configuró así una nueva realidad, expresada en dos Europas y fundada en una enorme desconfianza recíproca, en base a la cual nadie podía ceder nada. La vigilancia nuclear de las fronteras se hizo permanente; Estados Unidos forjó alianzas militares en torno a la Unión Soviética, que a su vez hizo crecer sus fuerzas armadas y las de sus satélites e incrementó su producción de armamentos más allá de lo imaginable para un bloque económicamente atrasado. Se cerraron las fronteras, se controló el intercambio entre países vecinos; y para separar en Berlín la parte ocupada por los aliados occidentales en medio de Alemania Oriental, se construyó en 1961 el mayor símbolo de la división de Europa, que estaría en pie por27 años: el Muro de Berlín.
2.- La Distensión y una Pequeña Esperanza
A pesar de todo, después de un periodo de incertidumbre de un cuarto de siglo los bloques se consolidaron. Hubo períodos de máxima tensión, pero luego se hizo evidente que el balance de poder generado en medio de las armas, la división ideológica y la desconfianza, había adquirido permanencia, La contienda se trasladó al Tercer Mundo; fueron los tiempos de Vietnam, Argelia, el Congo, Cuba. No hubo ya en Europa grandes cambios territoriales, salvo en los Balcanes, donde la Yugoeslavia del Mariscal Tito se separó temprano de la URSS, pero sin cambiar ostensiblemente de bando. En el resto de la Europa, durante la Guerra Fría, sólo se recuerda como incidente grave el bloqueo de Berlín en 1947; y ni siquiera ahí las fronteras entre el Este y el Oeste se modificaron.
En estas nuevas condiciones la distensión entre Estados Unidos y la URSS fue el gran hecho histórico de los setentas y se expresó especialmente en Europa, haciendo posible el arreglo institucional que muchos esperaban para terminar con la desconfianza y forjar una paz europea definitiva.
Firma de Acuerdos de Helsinki
Ese acuerdo existió en la última parte de la Guerra Fría. La Conferencia sobre la Seguridad y a Cooperación en Europa fue un serio intento de alcanzar el cambio institucional. Ella se inició en Helsinski en Julio de 1975 y se prolongó a lo largo de varias sesiones entre julio y agosto de 1975. Los Acuerdos de Helsinki consagrados en un Acta que todos firmaron en la última sesión de 1975 consagraron la inviolabilidad de las fronteras europeas, la integridad territorial de los estados, la abstención del uso de la fuerza y de la injerencia en los asuntos internos de otros países, la no intervención e incluso la cooperación entre estados, el respeto a los derechos humanos, el derecho a la igualdad y la autodeterminación de los pueblos. El Acta de Helsinki creo también una nueva institucionalidad, la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE)
Lo más importante era que las Actas de Helsinki consagraban plenamente la convivencia pacífica y la distención entre los dos sistemas europeos. Fueron acuerdos de statu quo, garantizados por la fuerza de los dos grandes contendores y dependientes de ella para mantenerse, pero la firma de todos los países de Europa a ambos lados del espectro garantizaba su cumplimiento.
Sin embargo, quince años después esas condiciones cambiaron con el derrumbe de la URSS. La Conferencia había tenido sucesivas y largas sesiones o en otros países, algunas de las cuales duraron varios meses; su último encuentro sería la Cumbre de París de 1990; allí concluyó la OSCE por la desaparición abrupta de varios uno de sus miembros principales: la URSS y el campo socialista.
El Acta quedó como tal; nunca se suscribió un tratado definitivo y además sus acuerdos no eran muy exigibles, cuando varios de sus miembros como la URSS y la República Democrática Alemana dejaron de existir y otros como Checoeslovaquia y Yugoeslavia se dividieron. Pero estos habrían sido obstáculos superables, si hubiera existido de parte de los vencedores de la Guerra Fría la voluntad de implementarlos. En realidad, el fin de la Unión Soviética ofrecía una oportunidad de unir a Europa de manera más definitiva sobre la base de los Acuerdos de Helsinki. Ella no ocurrió y los asuntos de seguridad que se había intentado superar resurgieron en el nuevo escenario.
3.- Después de la URSS
La caída y disolución de la Unión Soviética fue una derrota política aplastante para su cabeza indiscutible, la República Federativa Rusa, dueña de más de dos tercios de su territorio. Rusia perdió de golpe una parte muy importante de sus anillos de seguridad, y quedó con 16 fronteras terrestres, que no eran nuevas, pero podían ahora ser potencialmente mucho más hostiles.
Rusia fue capaz de mantener un espacio más tranquilo en el Sur de Asia, donde las siete repúblicas que integraban la URSS (Kazakstán, Uzbekistán, Azerbaiyán, Armenia, Tayikistán, Turkmenistán y Kirguistán) se han mantenido leales al Tratado que creó la Unión de Estados Independientes al desaparecer la URSS. Pero en la parte europea de su imperio la situación se haría muy distinta. Primero las tres repúblicas bálticas, que Stalin había anexado a la URSS se retiraron de inmediato de ella. Luego Polonia, Checoeslovaquia, Hungría, Bulgaria, Rumania y Albania se independizaron completamente, tomando caminos políticos distintos. Eran pérdidas imposibles de retener; no así el núcleo central, donde los ahora miembros de la OTAN colindan con lo que queda del segundo anillo Ucrania, Bielorrusia, Moldavia y Georgia, que por su tamaño y neutralidad podían constituirse en una buena barrera de protección para Rusia, mientras mantengan al menos una razonable neutralidad.
Pero la actitud de los aliados occidentales no siempre ha sido favorable a esa neutralidad. El artículo 10 del Tratado fundacional de la Alianza Atlántica es el verdadero centro de la disputa al señalar que “Las Partes pueden, por acuerdo unánime, invitar a ingresar a cualquier Estado europeo que esté en condiciones de favorecer el desarrollo de los principios del presente Tratado y de contribuir a la seguridad de la zona del Atlántico Norte”. Y para Rusia el ingreso a la OTAN de un conjunto de naciones del centro de Europa que alguna vez pertenecieron a su anillo de seguridad durante la Guerra Fría constituye una amenaza permanente.
En los primeros años después del fin de la Guerra Fría y tras la disolución de la Unión Soviética, el articulo 10 operó para admitir en la OTAN a la Republica Checa, Hungría y Polonia; luego entre 2003 y 2004 se agregaron Eslovaquia, Bulgaria y Rumania y los tres Estados Bálticos (Estonia, Letonia y Lituania). Hasta este punto, Rusia no puso objeciones por razones que no son demasiado claras. La debilidad de los gobiernos de Gorbachev y Yeltsin, la pérdida de hecho de todo su imperio europeo y asiático y las grandes transformaciones negativas que habían sufrido la economía y la sociedad rusa probablemente jugaron un papel. Algunos autores han afirmado también que había una mayor preocupación por lo que podía ser la actitud de Alemania recién unificada y eso habría llevado a los lideres rusos a no cuestionar la continuidad y agrandamiento de la OTAN.
La situación cambió radicalmente con la llegada al poder en 2004 de Vladimir Putin. Antiguo miembro de la clase dirigente rusa y miembro de los gobiernos de Gorbachov y Yeltsin, Putin comparte las frustraciones de muchos miembros de su generación que vivieron a URSS como superpotencia mundial y de pronto tuvieron que adaptarse a una condición de potencia media, cuyos únicos recursos de poder son sus armas nucleares y su inmenso territorio de 17.13 millones de Kms2, el país más grande del mundo. La seguridad de ese país y de su riqueza territorial ha sido su obsesión; un país de su tamaño y con 16 vecinos que son buenos amigos de los rivales que quieren aislarlos, tiene una geopolítica simple: la defensa de su territorio. Y esa defensa no es puramente conservadora; también incluye la búsqueda de retener o “recuperar” territorios que considera propios, por el origen de sus ciudadanos. La ocupación de Rusia de su antiguo territorio de Crimea, (que Nikita Khruschev había cedido a Ucrania sesenta años antes), su reconocimiento de los territorios de las nuevas republicas de Osetia y Kirguizia, separadas de Georgia con apoyo ruso, y la semana pasada el reconocimiento de Donetsk y Luhansk, dos territorios del Este (Donbass) de Ucrania, validan la afirmación de que Rusia, a pesar de la inmensidad de su territorio aún tiene ambiciones geopolíticas a costa de sus vecinos. Pero esto no significa, como se ha dicho en medio del fragor de estos días, que el gobierno de Rusia quiera reconstruir la antigua URSS, para lo cual no tiene absolutamente recursos humanos ni materiales ni políticos.
Lo central para Rusia es su seguridad, que ha visto amenazada por el avance de la OTAN en las últimas tres décadas, que aún asocian directamente con la vocación hegemónica de los norteamericanos y sus mayores aliados europeos. Su obsesión es la extensión de la OTAN que ven como la mayor amenaza. Fue el propio gobierno ruso el que se encargó de mantener vivas las tensiones, antes del ataque, en una declaración oficial escrita, en la que señaló que “Ante la ausencia de disposición de la parte norteamericana para acordar garantías firmes y legalmente exigibles para nuestra seguridad de parte de Estados Unidos y sus aliados, Rusia se verá obligada a responder, incluyendo la implementación de medidas militares-técnicas”. La exigencia de garantías “firmes y legalmente exigibles” es claramente la suscripción de un tratado internacional; y su contenido no se refiere a Finlandia u otro país del centro de Europa, sino al compromiso solemne de no extender la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) más allá de sus actuales límites.
En justicia, la OTAN nunca ha ofrecido formalmente membrecía a Ucrania ni a Georgia. Pero tampoco ha negado formalmente que podría incorporarlos. Eso es lo que hace más increíble la agresión actual. Si invitar a un nuevo miembro a la OTAN requiere la unanimidad de los estados miembros, a los cual seguramente varios se habrían opuesto en condiciones normales, ¿qué sentido tiene alinearlos ante lo que el mundo entero percibe como una agresión gratuita?
Para los europeos mientras más vigente esté la OTAN, mayor su seguridad respecto del país euroasiático que está al Este de ellos. Aun cuando también quisieran un acuerdo de paz estable, no están disponibles para muchas concesiones en lo que todos ven como el área más sensible de la geopolítica mundial.
Se habla ahora del inicio de negociaciones, que podrían conducir un mayor agravamiento o a una reducción de la tensión; pero el trágico conflicto que tiene lugar en Ucrania seguramente no concluirá mientras no se aborde seriamente la cuestión de fondo, que no es otra que la fijación definitiva de las fronteras de Europa, pendiente desde el fin de la Guerra Fría.
La agresión de Rusia ha alejado más que nunca la posibilidad de alcanzar esa solución. Poco antes del ataque el propio Volodimir Zelenski parecía haber descartado cualquier posibilidad de ingreso a la OTAN como un mero “sueño”. En las actuales condiciones es difícil imaginar a Ucrania como un buen vecino de Rusia; lo más que sería dable esperar es que obtenga una cierta garantía de neutralidad que le permita enfrentar en paz los graves problemas de su desarrollo.
Contenido publicado en La Mirada Semanal