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La enmienda del fatal error de Moscú

En mayo de 1988 hacía tres meses que me había estrenado como corresponsal en Moscú. Mi condición de novato y falta de experiencia fue uno de los motivos para que me incluyeran entre los contados periodistas extranjeros autorizados a presenciar aquello por el departamento de información del Ministerio de Exteriores de la URSS que dirigía Genadi Gerásimov. 

En Kabul, los aviones aterrizaban lanzando señuelos térmicos para desviar posibles misiles tierra-aire de la guerrilla. Vista desde la altura de la fortaleza de Bala Hissar, la ciudad de color gris bajo un cielo de una cegadora claridad y con un horizonte de cumbres nevadas se divisaba al completo. En primer lugar, la gran avenida comercial Djada-e-Maiwand, que concentraba el grueso del tráfico rodado, cortando un universo de casas de ladrillo gris y adobe sin agua corriente, un inextricable laberinto de callejones y bazares repleto de motocicletas y burros, con el río a la izquierda, que era una cloaca a cielo abierto, la gran mezquita Pul-e Jesti al frente y el “microrayon”, el barrio moderno construido por los soviéticos y residencia de funcionarios, al fondo. En el bazar llamaba la atención la autenticidad de los productos artesanales de una sociedad atávica que, a diferencia de Pakistán, aún no sabía trabajar sin calidad. Un tipo que llevaba pistola me acompañaba en mis paseos por la ciudad.

Cada tarde, sobre las seis, los sistemas de fuego en salvas soviéticos lanzaban su cortina de obuses hacia Parmon y Chakari, desde la base de Bagram. Duraba quince minutos. Luego se hacía el silencio y volvían a oírse los trinos y gorjeos de los pájaros sobre la ciudad al atardecer. 

Entre 1981 y 1986 pasaron por los campos de entrenamiento para afganos emplazados en Pakistán 80.000 guerrilleros afganos

El régimen afgano y sus aliados controlaban todas las ciudades y las vías de comunicación entre ellas, lo que no impedía crónicos atentados y emboscadas. Tuve la suerte de ser uno de los cuatro europeos en participar, montado en un tanque, en el primer movimiento de aquella retirada, entre Jalalabad y Kabul. Fue un operativo impresionante, 1.300 hombres y 300 vehículos blindados (BTR) y camiones que formaban un convoy de cinco kilómetros y tardó nueve horas en recorrer los 150 kilómetros entre Jalalabad y la capital. Las gargantas del río Kabul estaban jalonadas de blindados y vehículos destrozados por las explosiones y despeñados en los barrancos, dando fe de la virulencia de los combates allí librados. De vez en cuando, al borde de la pista, una tumba con un nombre en caracteres cirílicos y la hoz y el martillo. En Jalalabad, miles de mujeres y niños lanzaban flores al paso del convoy, entre pancartas que glosaban la amistad soviético-afgana. Todo muy organizado. Y lo más importante de aquella impecable organización eran los pactos subterráneos de los militares soviéticos con los grupos guerrilleros para que no actuaran durante la retirada. Funcionó bien. A lo largo de nueve meses apenas hubo incidentes.

Sin plan en un avispero

La decisión de intervenir militarmente en Afganistán se había adoptado de forma secreta en una reunión del Politburó del PCUS a finales de 1979. Para entonces hacía ya cinco meses, desde julio, que Washington financiaba y organizaba a los guerrilleros con 500 millones de dólares. Fue una decisión inusual, sin la menor consulta ni asesoramiento de expertos del Ministerio de Exteriores ni del departamento analítico del KGB. La preparación corrió a cargo del Estado Mayor del Ejército, pero no había un plan claro y concreto sobre los objetivos que la intervención debía cubrir. ¿Cómo pudo llegarse a tal disparate?

Desde el derrocamiento de la monarquía, en julio de 1973, Afganistán había entrado en un periodo convulso y turbulento. Hasta la entrada de los militares soviéticos en diciembre de 1979, durante seis años, se sucedieron las intrigas, los complots, los golpes de Estado o las intentonas, con frecuentes asesinatos de dirigentes. En 1979, los sectores del Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA) que habían sido purgados del poder, la facción “Parcham” (“bandera”), bombardearon durante meses con informes exagerados sobre la situación en el país a sus amigos de Moscú. Los “Parcham” eran los más cultivados y sofisticados del partido, gente de ciudad, algunos incluso con conexiones familiares con la familia real. Sus informes decían que sus adversarios y excamaradas de la facción “Jalk” (“masas”) los estaban exterminando, encarcelando, torturando y fusilando. Por supuesto que había purgas y represión de adversarios, pero mucho menos (para parámetros afganos) de lo que clamaban los “Parcham”. Su líder, Babrak Karmal, no había sido eliminado, sino enviado como embajador a Checoslovaquia, igual que muchos otros de sus compañeros. Todos ellos mantenían relaciones e influencias en Moscú y las cultivaban contra sus adversarios en Kabul. 

La clave del éxito organizativo de la retirada fueron los pactos subterráneos de los militares soviéticos con las bandas guerrilleras. // R.Poch-de-Feliu

“Parcham” y “Jalk”, las dos fracciones del PDPA, habían llevado a cabo conjuntamente el golpe de Estado que derribó el régimen republicano del príncipe Mohamed Daud en abril de 1978, con el objetivo de modernizar un país anclado en el siglo XVIII, vía reforma agraria, instrucción y emancipación femenina, como se explica en este magnífico artículo. Cinco años antes, Daud había derrocado a su vez la monarquía de su primo, el rey Zahir Sha, con cuya hermana Daud estaba casado, aprovechando las vacaciones del rey en Italia. El príncipe fue asesinado a su vez por los golpistas “comunistas” de abril del 78, y el nuevo hombre fuerte del momento, primer ministro y líder de los “Jalk”, Jazifullah Amin, emprendió entonces la purga contra los “Parcham”. Año y medio después, en septiembre/octubre de 1979, Amín asesinó al presidente Nur Muhamed Taraki, fundador del partido.

Como siempre en Afganistán, esta pelea sin fin tenía también una lectura étnica y social. Los “Parcham”, por ejemplo, solían ser darí-parlantes, dialecto del farsi, la lengua culta del país, independientemente de que fueran de etnia tayika o pashtún. Los “Jalk”, solían ser pashtunes de etnia y lengua, más vinculados al universo tribal y frecuentemente de provincias, principal cantera nacional de lo que el inolvidable Ricardo Ortega definió como “descerebrados”.

Amín era un tipo orgulloso y despótico que no se dejaba aconsejar por nadie y que colocó a sus íntimos más fieles en los puestos de confianza. Había estudiado en Estados Unidos y sus adversarios de “Parcham” lo presentaban en Moscú poco menos que como un hombre de la CIA, lo que no era cierto. Decían que Estados Unidos le había regalado un DC-9 que, por su tamaño, solo podía aterrizar en dos aeropuertos del país… Con toda esa música rondando, tras la eliminación de Taraki, en Moscú constataban que ya no tenían a nadie de confianza en Kabul.

Vértigo en el Kremlin

La URSS nunca había pretendido dominar Afganistán, el primer país del mundo que reconoció al régimen soviético tras la Revolución de octubre de 1917, pero no se imaginaba la perspectiva de tener en Kabul por primera vez desde entonces un régimen hostil, o por lo menos que no la tuviera en cuenta. 

“Por primera vez desde los años veinte, con Amín se presentó la perspectiva de que, en Afganistán, un régimen dejara de tener buenas relaciones y pudiera hacer el juego a los adversarios de la URSS, el peligro era remoto pero los enemigos de Amín lograron engañar a Moscú a ese respecto”, me explicó muchos años después el teniente general Nikolai Leonov, jefe del departamento analítico del KGB. 

Fue así como Moscú llegó a la improvisada y no asesorada conclusión de que había que eliminar a Amín. En diciembre, en vísperas de la intervención militar soviética, un comando de fuerzas especiales del KGB asesinó a Amín.

En una conversación mantenida en el interior de un taxi en la ciudad de Tashkent, un miembro uzbeco de aquel comando me explicó, en mayo de 1989, los pormenores de aquella operación. Se seleccionaron soldados de las tropas especiales del KGB de las repúblicas centroasiáticas que pudieran pasar por afganos. Antes de tomar por asalto el palacio de Amín  (Tajbeg), alguien puso narcóticos en la comida del presidente. Su cuerpo lo sacaron envuelto en una alfombra, mientras otras unidades soviéticas ocupaban los puntos neurálgicos de Kabul. Aquel mismo día, el 40 ejército soviético entró en el país por varios puntos de la frontera con las repúblicas de Turkmenistán, Uzbekistán y Tayikistán. Lo hizo con todas sus armas, incluidos los misiles tácticos, como si acudiera a la tercera guerra mundial, una torpeza que obviamente alarmó a los americanos. 

Un desastre inexorable

La improvisación, la ignorancia y una altanera confianza en su potencia, presidieron aquella entrada. Como detalle, las ametralladoras y cañones de los blindados soviéticos no tenían mas que treinta grados de alzada, lo que los hacía impotentes para el combate en los desfiladeros de un país montañoso. Para poder responder al fuego que les llegaba desde las alturas, los blindados tenían que arrimarse a un promontorio para lograr un ángulo de tiro adecuado… 

Acto de despedida de las tropas en Kabul, mayo de 1988. La pancarta dice: “Viva la amistad soviético-afgana”. // R.Poch-de-Feliu

La emboscada típica tenía por escenario los angostos valles y desfiladeros del país sin apenas margen para la maniobra de tropa mecanizada. El primer bombazo era para el vehículo que abría el cortejo. El segundo contra el último. Con el convoy inmovilizado se aniquilaba a continuación al resto de la fuerza. Con el tiempo los convoyes iban protegidos por aviones o helicópteros de apoyo, pero Washington suministró misiles portátiles tierra-aire “Stinger”, que aún complicaban más las cosas… Muy pronto se pagó el precio de todo aquel desbarajuste político y militar. Una guerra de casi diez años que insertó a Afganistán en el conflicto Este/Oeste. 

Los americanos, ayudados por saudíes (entre ellos el luego famoso Bin Laden) y pakistaníes, formaron, pagaron, armaron y adoctrinaron a decenas de miles de guerrilleros. En Washington, la prensa presentaba como bravos “luchadores por la libertad” a los líderes de aquellas bandas lideradas por verdaderos salvajes como Gulbudin Hekmatiar, recibido por el presidente Reagan en la Casa Blanca. La nueva derecha parisina, representada por estrellas mediáticas como Bernard-Henri Lévy y una cohorte de periodistas que aún colea y se ha reciclado en expertos en yihadismo, entronaba como héroes positivos a personajes tan oscuros como Ajmad-Shaj Masud. Entre 1981 y 1986 pasaron por los campos de entrenamiento para afganos emplazados en Pakistán 80.000 guerrilleros afganos, explica en sus memorias (The Bear Trap) Mohammad Yusaf, jefe del departamento afgano del servicio secreto paquistaní (ISI).

La guerra dejó un desastre, en primer lugar, para el pueblo afgano: 1,3 millones de muertos, tres millones de heridos y más de 5 millones de refugiados y desplazados

Para 1983 las cosas estaban claras para cualquier analista serio en Moscú: la guerra era imposible de ganar. Esa era ya entonces la opinión del vicepresidente del KGB Vladimir Kriuchkov y del propio Mariscal Sergei Sokolov, al mando del contingente. No había plan, ni estaba claro quién dirigía y respondía por aquello en el Kremlin, liderado por un senil y errático Leonid Brezhnev. En los pasillos de la Lubianka y de Yasenevo, las sedes moscovitas del KGB, ser destinado a Afganistán se consideraba un castigo y al país se le conocía como “Gavnistán” (Mierdistán). Pese a todo ello, aún se tardó cinco años en tomar la decisión de la retirada. Cinco fatales años.

La guerra dejó un desastre, en primer lugar, para el pueblo afgano: 1,3 millones de muertos, tres millones de heridos y más de 5 millones de refugiados y desplazados. Los soviéticos sufrieron 14.500 muertos militares y cerca de 450.000 víctimas diversas, entre heridos, mutilados y aquejados de todo tipo de enfermedades como la hepatitis y el tifus. Perdieron 118 aviones, 333 helicópteros, 147 tanques, 1.314 blindados y unos 13.000 vehículos, además de buena parte de su prestigio como potencia militar. 

La memoria de aquella derrota, y del inútil sacrificio de toda aquella juventud de reclutas soviéticos, fue maltratada en casi todas las repúblicas del enorme país que iniciaba el tumultuoso proceso que conduciría a su sorprendente autodisolución. Solo en Bielorrusia se mantuvieron con decoro los monumentos a los caídos en lo que se llamaba “misión internacionalista” de Afganistán. Pero aquella retirada fue un éxito y un ejercicio del buen sentido que inspiraba a Mijail Gorbachov, un raro hombre de Estado, dispuesto a cambiar las cosas en su país y en el mundo en una dirección de libertad y progreso. 

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