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Las Décadas Perdidas de América Latina: El Costo de la Desigualdad en la Era de COVID-19

En los albores de la pandemia del coronavirus, allá por marzo del 2020, la ciudad de Guayaquil, capital económica de Ecuador y hogar de unas tres millones de personas, estaba en serios problemas. Por un giro del destino, más de 20.000 de sus habitantes acababan de regresar de sus vacaciones en el extranjero. Muchos habían llegado de Italia y España, dos de los principales focos del COVID-19 en Europa, donde se registraron los primeros y más mortíferos brotes de la enfermedad. El presidente ecuatoriano, Lenín Moreno, sabía que la amenaza era grave, pero inicialmente optó por no cerrar los aeropuertos del país. En cambio, le pidió a los viajeros que retornaban que se aislaran en sus casas. «Si la gente hace su parte, creo que podemos controlarlo», me comentó en su momento.

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Pero una mayoría de los viajeros, muchos de ellos integrantes de la élite o la clase media guayaquileña, ignoraron el pedido del gobierno. Algunas de esas personas asistieron a una gran boda, que se convirtió en un evento de contagio exponencial. Cuando los viajeros y sus parientes comenzaron a manifestar fiebre y otros síntomas del COVID-19, muchos recurrieron a las mejores clínicas privadas de la ciudad. Pero para ese entonces ya les habían pasado el virus a sus empleadas domésticas, a taxistas, a cajeras de supermercado y otros miembros de la clase trabajadora.

Muchos de los pacientes de esa «segunda ola» de la pandemia, que azotó a los sectores populares, sólo tenían acceso a los sobrecargados hospitales públicos de la ciudad. La mayoría no tenía la opción de teletrabajar o sufría problemas médicos preexistentes como la obesidad. Para principios de abril los hospitales estaban tan abrumados que los cadáveres de víctimas comenzaron a apilarse en las aceras, cubiertos sólo con sábanas o mantas. Allí estuvieron por casi una semana, pudriéndose bajo el calor tropical, hasta que finalmente fueron recogidos. Estas imágenes macabras se vieron por televisión y las redes sociales en todo el mundo.

En las semanas y meses siguientes, esta historia se repitió con variaciones una y otra vez en toda América Latina: mexicanos que regresaron de esquiar en Colorado,  brasileños que habían estado en Italia, colombianos llegados desde Miami. El resultado fue casi siempre el mismo. Incluso en países donde los gobiernos inicialmente ordenaron cierres estrictos y cuarentenas, como Argentina y Perú, se registraron graves brotes. Según la base de datos de coronavirus de la Universidad Johns Hopkins, a finales de octubre, América Latina albergaba siete de los 12 brotes más mortíferos del mundo, medidos por muertes confirmadas per cápita. A pesar de contener sólo ocho por ciento de la población mundial, la región contabiliza casi un tercio de las muertes atribuidas al COVID-19 en todo el mundo.

Las consecuencias económicas y sociales de la pandemia en América Latina también han sido de las más graves del mundo. Se espera que las economías de la región se contraigan en un promedio de más de ocho por ciento este año, peor que cualquier otra región importante del mundo, con excepción de la eurozona. El desempleo y el hambre se han disparado. Casi todo el progreso logrado en reducir la pobreza en los últimos 20 años podría perderse. Tanto inversionistas como ciudadanos comunes y corrientes temen que América Latina esté al borde de una «década perdida» como la de los años 80, marcados por episodios de alta inflación, crisis de deuda externa, olas de crimen y una paralizante caída del ingreso per cápita.

Esta seguidilla de horrores provocó a una afanosa búsqueda de los factores que tornaron tan vulnerable a la región. Economistas e investigadores de instituciones multilaterales como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que presidí por 15 años, han publicado innumerables análisis e informes. Muchos han destacado la baja tasa de inversión en salud; otros han señalado viejos problemas como la exigua recaudación impositiva o la falta de redes de seguridad social para la enorme masa de trabajadores en la economía informal. Algunos estudios incluso se han centrado en la afinidad de los latinoamericanos por el contacto personal. Otros han hecho hincapié en el papel jugado por los líderes populistas, desde el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, en la derecha ideológica, hasta el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, a la izquierda, quienes repetidamente restaron importancia a la severidad del virus y a la necesidad de usar mascarillas.

Todos estos argumentos son importantes. Pero corren el riesgo de no ver el bosque por mirar los árboles. La historia de cómo cundió la pandemia en toda América Latina, donde los relativamente pudientes propagaron el virus a una clase trabajadora que ha sufrido muertes y dificultades económicas a una escala mucho mayor, apunta a una verdad inevitable: la crisis del COVID-19 en América Latina es, por encima de todo, una crisis de desigualdad. En todo el mundo el virus ha golpeado más a grupos raciales y socioeconómicos vulnerables, revelando abismales diferencias en acceso a la educación, la salud y otros servicios esenciales. Por consiguiente, no debería sorprender a nadie que América Latina, la región con la mayor brecha entre ricos y pobres, también sea donde más se ensañó la pandemia.

Esta es una crisis que se viene incubando hace décadas, y no se resolverá con una vacuna. La profunda desigualdad venía debilitando a América Latina incluso antes de que apareciera el COVID-19: ya era la región con las mayores tasas de violencia y las economías menos dinámicas del mundo, donde el malestar social venía aumentando. Sumado a esos síntomas preexistentes, el Fondo Monetario Internacional (FMI) ha pronosticado que en América Latina los ingresos per cápita no recuperarán sus niveles previos a la pandemia hasta el 2025, más tarde que en cualquier otra parte del mundo. Ese dato revela algo que toda la región ya debería saber: que el statu quo es insostenible. Ahora corresponde que la dirigencia política y empresarial de la región deje de refugiarse tras las murallas de sus mansiones para trabajar por compartir sus privilegios, impulsando una nueva generación de audaces reformas que, con el tiempo, ayudarán a crear sociedades más igualitarias, modernas y resilientes.

En conversaciones con líderes en todo el hemisferio sostenidas en los últimos meses, percibí que una mayoría es consciente de la gravedad de este momento. Muchos están dispuestos a aceptar un cambio profundo, siempre y cuando ocurra estrictamente dentro de los límites del capitalismo y la democracia y evite cualquier cosa parecida a las catástrofes de Cuba y Venezuela, donde las quimeras de perseguir una sociedad sin clases culminaron en mayores niveles de pobreza y ruina económica. Si es posible seguir otro camino, requerirá un grado de destreza tecnocrática y consenso político que lamentablemente ha sido esquivo en los últimos años. Pero si no se hace nada, América Latina se convertirá en una fuente de inestabilidad aún mayor, de la cual nadie, ni sus élites ni los Estados Unidos, será inmune. La idea de una región estancada, plagada de protestas callejeras, trastornos políticos y crimen organizado no es una visión aterradora de una década perdida por venir. Es la realidad que hoy enfrentan muchos países latinoamericanos.

HISTORIA REESCRITA

Cuando uno habla con muchos latinoamericanos (y con bastantes extranjeros) sobre los grandes desafíos que enfrenta la región, suelen tener una visión fatalista: por algún motivo somos incapaces de cambiar o progresar, ni hablar de acometer la reinvención categórica que las actuales circunstancias exigen. Este punto de vista no sólo es contraproducente, de hecho es incorrecto, ya que contrasta con gran parte de la experiencia de la región en el último medio siglo.

Hace no tanto tiempo, en la década de 1970, América Latina era una región de dictadores y juntas militares. Hoy en día, más de 90 por ciento de los latinoamericanos viven en democracias que si bien no son perfectas, están en desarrollo. La esperanza de vida media en toda la región aumentó en más de dos décadas para alcanzar 75 años, superando el promedio de Asia (73) y apenas detrás de los de Europa (78) y Norteamérica (79). Hace medio siglo, uno de cada tres adultos en América Latina no sabía leer, y los automóviles y los viajes en avión se consideraban lujos. Hoy la región goza de una tasa de alfabetización de más de 90 por ciento, casi mitad de sus ciudadanos viajan en avión al menos una vez al año, y los automóviles están por todos lados (como lo demuestran los atascos en cualquier ciudad latinoamericana). El porcentaje de jóvenes latinoamericanos matriculados en educación terciaria se ha más que duplicado desde 1990, un salto que ninguna otra región del mundo ha registrado. Y agrego dos datos alentadores para sociedades marcadas por el machismo: las mujeres ya superan en número a los hombres inscriptos en las universidades latinoamericanas y ocupan cerca de un tercio de los curules en las legislaturas nacionales de la región.

Durante la primera década de este siglo se registró un progreso notable en la región, al compás del aumento de los precios del petróleo, el mineral de hierro y muchas otras materias primas latinoamericanas, principalmente gracias a la demanda de China. Países como Brasil, México y Perú cosecharon los beneficios de las grandes reformas de liberalización realizadas en la década de 1990, que permitieron a millones de latinoamericanos a comenzar a ahorrar, invertir y acceder al crédito. Innovadores programas sociales como “Bolsa Familia” de Brasil ayudaron a redistribuir la bonanza más equitativamente, proporcionándoles a las familias pobres un modesto estipendio mensual y contribuyendo al surgimiento de una nueva clase de consumidores con más confianza en sí mismos. En resumidas cuentas, las economías latinoamericanas disfrutaron de un crecimiento robusto y la pobreza cayó bruscamente. Unas 50 millones de personas – alrededor de 10 por ciento de la población de la región – se sumaron a la clase media.

La crisis del COVID-19 en América Latina es, por encima de todo, una crisis de desigualdad.

Desafortunadamente, hablar hoy de tales logros suena un poco como recordar los «grandes éxitos» de una banda que no ha sacado una canción popular en años. El optimismo que reinó a principios de la década pasada (me cuento entre quienes creían que una «década latinoamericana» de prosperidad aún mayor era posible) pronto desapareció bajo una bruma de medidas fiscales erradas, escándalos de corrupción y desbarajustes políticos. Las economías de la región crecieron a una tasa promedio de apenas 2,2 por ciento anual durante la década más reciente, muy por debajo del promedio mundial de alrededor de 3,5 por ciento y peor que cualquier otra región importante monitoreada por el FMI. Hoy en día, la bonanza de los primeros años del siglo XXI parece una excepción, una breve primavera en una larga temporada de magro rendimiento económico. Para ponerlo en perspectiva, entre 1960 y el 2017, el ingreso per cápita real de América Latina se mantuvo prácticamente estancado en proporción al de los Estados Unidos, pasando de 20 por ciento a 24 por ciento. En cambio, para las economías emergentes de Asia como China, Indonesia o Corea del Sur, ese guarismo pasó de 11 por ciento del ingreso per cápita estadounidense a 58 por ciento en ese mismo lapso. De hecho, los ingresos per cápita del resto del mundo convergieron con el estadounidense a una velocidad casi tres veces mayor que la latinoamericana. Puesto en esos términos, el progreso relativo de la región luce mucho menos impresionante.

La desigualdad no es de ninguna manera la única explicación del dilatado y deslucido desempeño de América Latina. Pero subyace en muchas de sus peores fallas, desde los índices de delito epidémicos hasta su propensión al populismo, pasando por sus anémicas tasas de inversión como porcentaje del PIB, que figuran entre las más bajas del mundo. Antes de la pandemia, se estimaba que el 10 por ciento más rico de la población latinoamericana poseía aproximadamente 70 por ciento de la riqueza de la región. En años recientes, a medida que la desigualdad aumentó en los Estados Unidos y Europa, esas sociedades avanzadas comenzaron a parecerse más a América Latina. Numerosos estudios han explorado los corrosivos efectos a largo plazo de las grandes brechas de riqueza, tanto en la política como en el crecimiento económico. Parte de la literatura académica también se ha enfocado en cómo la desigualdad erosiona particularmente a la confianza, un daño que puede afectar desde la inversión extranjera hasta la innovación y el emprendimiento. En los países latinoamericanos, como es de esperarse, la gente confiesa bajísimos niveles de confianza interpersonal. En una encuesta de opinión, apenas 4 por ciento de los colombianos, 7 por ciento de los brasileños y 12 por ciento de los mexicanos manifestaron estar de acuerdo con la frase «puedo confiar en la mayoría de la gente».

UNA VENTANA AL MUNDO

Hacia mediados del 2019, la rabia contenida durante muchos años llegó a un punto límite. Estallaron protestas callejeras en todas partes, desde Chile hasta Colombia, Ecuador y más allá. Aunque la mayoría se manifestó pacíficamente, se registraron numerosos episodios de vandalismo como los incendios de un edificio de 18 pisos y varias estaciones de metro en el centro de Santiago, imágenes que fueron noticia en todo el mundo. Las razones del malestar iban desde lo profundamente existencial a lo decididamente local. En Chile, por ejemplo, el detonante inmediato fue un aumento de la tarifa básica de autobús de 30 pesos chilenos (equivalente a unos cuatro centavos de dólar estadounidense) que elevaba el costo a unos US$1,17 por viaje. Esto puede sonar como un motivo insuficiente dada la magnitud de los disturbios, pero las protestas sacaron a la luz otras demandas más antiguas. En entrevistas con los medios, los manifestantes se quejaban repetidamente por deficiencias en los servicios de salud, las bajas pensiones y, sobre todo, por un problema conocido: la brecha entre ricos y pobres. Gran parte de la sociedad chilena se sentía excluida del progreso, lejos de la tierra prometida de la prosperidad de clase media. «No son 30 pesos, son 30 años», proclamaba una consigna, refiriéndose a las políticas económicas y sociales que Chile había adoptado desde la década de 1980.

Esta retórica provocó una reacción inusitada, especialmente entre las élites empresariales de América Latina. Chile siempre había sido visto como el gran caso de éxito de la región. En muchos aspectos lo fue, y no sólo de maneras que entusiasman a los llamados neoliberales. Durante la década de 1990 y la primera década de este siglo, la economía chilena creció a más de 6 por ciento anual, y la pobreza cayó de 39 por ciento de la población a apenas 8 por ciento. La esperanza de vida de los chilenos llegó a ser la más alta de América del Sur, 80 años, y el número de estudiantes matriculados en la educación superior se disparó de 250.000 a 1,2 millones. En este contexto, inicialmente las protestas eran casi imposibles de entender desde el exterior. A medida que las manifestaciones crecían, prácticamente todos los latinoamericanos, fueran argentinos, brasileños, guatemaltecos o mexicanos, se fueron formando una opinión sobre los disturbios chilenos. Para muchos, los manifestantes eran unos mocosos malcriados, millennials que pasaban demasiado tiempo en Instagram y tenían expectativas delirantes sobre convertir a Chile en un estado de bienestar social al estilo escandinavo.

En el BID, como a muchos otros observadores, las protestas en Chile nos tomaron por sorpresa. Pero un análisis más minucioso de los datos revela que las quejas de los manifestantes tenían fundamentos genuinos. La esperanza de vida, por ejemplo, era un caso clásico de «la tiranía de los promedios», donde se ocultaban enormes disparidades. Según un estudio publicado en 2019 en la revista médica The Lancet, una mujer nacida en una zona pobre de Santiago tiene una expectativa de vida 17,7 años menor que una mujer nacida en una zona rica de la capital chilena. También quedó claro que, no obstante la tremenda expansión de la educación superior en los últimos 20 años, la movilidad social sigue siendo extremadamente esquiva, tanto en Chile como en otros países de la región. Un estudio publicado en el 2018 por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) examinó datos de decenas de países para calcular cuánto tiempo les toma a las personas pobres ascender a la clase media. En países nórdicos como Dinamarca y Suecia, por lo general les toma dos o tres generaciones. El promedio para países miembros de la OCDE (en su mayoría, industrializados) es de cuatro generaciones y media. Pero en Chile se tardan seis generaciones. En Brasil, nueve generaciones. Y en Colombia, 11 generaciones, el peor de todos los países estudiados.

Un manifestante en Santiago de Chile, diciembre de 2019

Estos estudios, como muchos otros, llevan a contemplar las perspectivas para las generaciones latinoamericanas más jóvenes, que a menudo se esfuerzan por hacer lo correcto: estudiar mucho más que sus padres y trabajar duro. Pero aun así les resulta difícil o imposible llegar a la clase media. Muchos observadores dirán que esto no era de sorprender; la región ha sufrido una profunda desigualdad durante décadas, por no decir siglos. Pero hay dos nuevos factores que han sacudido a las sociedades latinoamericanas. El primero es la proliferación de las redes sociales, que abrieron una ventana a cómo viven las clases medias en todo el mundo. El segundo factor que influyó, tal vez perversamente, fue la bonanza que experimentó la región durante la primera década de este siglo. Las decenas de millones de latinoamericanos que salieron de la pobreza durante ese período quieren que sus vidas sigan mejorando, y están dispuestos a luchar por ello.

En Chile, a fin de cuentas, los dueños del poder entendieron que era imposible defender el statu quo. La primera dama chilena, Cecilia Morel, habló por muchos en un mensaje de audio privado que se filtró a la prensa: «vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás». Su marido, el presidente Sebastián Piñera, pronto llegó a la misma conclusión. Les pidió perdón a los chilenos y declaró aumentos del salario mínimo y la pensión básica. En un paso más trascendental, Piñera anunció un referéndum para preguntarle a la ciudadanía si habría que reformar la constitución para tratar de garantizar mejores servicios públicos y la movilidad social. Un año más tarde, en octubre del 2020, 78 por ciento de los chilenos votaron a favor de la reforma. Está previsto que una nueva constitución se someta a votación popular en el 2022.

Estos procesos siempre conllevan riesgos. Es posible que, en el intento de abordar sus desigualdades, Chile termine prometiendo a sus ciudadanos más de lo que puede lograr y termine fundiendo el motor que hizo que su economía fuera tan dinámica en décadas recientes. Proclamar derechos constitucionales no necesariamente los hace efectivos, como lo demuestran las cartas magnas progresistas de Bolivia, Brasil y Venezuela.

Sin embargo, el resultado abrumador del referéndum chileno habla tanto de la avidez popular de cambio como de la disposición de la élite para estar a la altura de las circunstancias. En otros países, las protestas han acallado, pero muchos observadores lo atribuyen principalmente a la necesidad de distanciamiento social por el COVID-19. Es posible que la pandemia haya calmado los ánimos en el corto plazo, pero los mismos observadores esperan que, con el tiempo, tanto los clamores como la desigualdad empeoren dramáticamente. No todos los países necesitarán una reforma constitucional. Pero si nada cambia, volveremos a quedar atrapados en la misma espiral de disturbios, embrollos políticos y zozobra económica.

CETERIS PARIBUS

En América Latina, las discusiones sobre la desigualdad y los esfuerzos para abordarla generan un enorme escepticismo y hasta temor, y no sólo entre las élites. Es fácil entender por qué. En un pasado no tan lejano, grupos guerrilleros y movimientos armados como las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) y Sendero Luminoso en Perú, por nombrar sólo dos casos, cometieron atrocidades horripilantes en nombre de eliminar la brecha entre ricos y pobres. Más recientemente, los desastrosos esfuerzos de Venezuela bajo los presidentes Hugo Chávez y Nicolás Maduro para crear una sociedad sin clases mediante expropiaciones y gastos insostenibles terminaron ahuyentando a empresas, a la inversión privada y a gran parte de la clase media. El resultado es uno de los mayores colapsos económicos en la historia del mundo moderno para un país que no está en guerra. Cualquier esfuerzo viable para remediar estos males tendrá que evitar que la historia se repita y combinar las mejores ideas de la izquierda, el centro y la derecha del arco democrático. En algunos países, eso implicará impuestos más altos para los más ricos. Ese concepto está lejos de ser una solución socialista, ya que incluso el FMI ha reconocido recientemente la necesidad de aumentar los impuestos sobre la renta personal y las ganancias corporativas en muchos países. Incluso antes de la pandemia, muchos países latinoamericanos ya padecían de una insuficiencia de recursos. En el 2018, la recaudación fiscal en la región promedió 23,1 por ciento del PIB, en comparación con un promedio de 34,3 por ciento para países de la OCDE. Guatemala, México y Perú no llegaron ni a 20 por ciento del PIB. Ese mismo año, la tasa promedio del impuesto a los ingresos para los mayores contribuyentes latinoamericanos fue de apenas 26,7 por ciento. Ningún país de la región gravaba las ganancias de sus ciudadanos más ricos en más del 35 por ciento.

Aumentar los impuestos siempre ha sido políticamente difícil, pero hay precedentes de casos en que las élites latinoamericanas contribuyeron voluntariamente, convencidas de que la crisis lo exigía y confiadas de que el dinero se utilizaría para un fin loable. En el 2002, cuando el gobierno colombiano enfrentaba una crisis de seguridad y presupuesto, el presidente Álvaro Uribe construyó un consenso en torno a cobrar por única vez un impuesto de 1,2 por ciento sobre los activos líquidos de las personas más ricas. Uribe lo logró luego de celebrar numerosas reuniones con grandes  empresarios para explicarles la necesidad del impuesto, cuya recaudación se destinaría explícitamente a una causa específica y permitiendo que los contribuyentes monitorearan casi en tiempo real cómo se gastaban los recursos. Este es un modelo que muchos gobiernos podrían adaptar en la actualidad. En países donde los impuestos ya son altos, como Argentina y Brasil, tal vez será necesaria una reforma presupuestaria para asegurar que los recursos se destinen a prioridades como la salud, la educación y la infraestructura en lugar de prodigarlos en contratar más empleados estatales. Un buen ejemplo es la reforma previsional que realizó Brasil en el 2019 para reducir los opulentos beneficios que hacían insostenible a su sistema jubilatorio.

Otra opción que valdría la pena considerar es expandir algunos de los programas sociales que proliferaron durante la primera década de este siglo. Durante la pandemia, Brasil volvió a ser un líder en este campo. El gobierno de Bolsonaro otorgó a muchos ciudadanos un estipendio de 600 reales (unos 115 dólares) mensuales hasta agosto (la cantidad se ha reducido desde entonces). Esto fue transformador para millones de personas; de hecho, la pobreza extrema cayó en Brasil durante los primeros meses de la pandemia. Los pagos también impulsaron el consumo popular, ayudando a resguardar a la economía brasileña, que probablemente se contrajo menos este año que las de otros países grandes de América Latina. Convertir esta iniciativa transitoria en un programa permanente para una quinta parte de la población de Brasil costaría unos 70.000 millones de dólares al año, una suma onerosa. Pero cabe señalar que antes de la pandemia, los países latinoamericanos gastaban en promedio apenas 1,6 por ciento del PIB en subsidios familiares y pensiones no contributivas, aproximadamente un tercio del promedio para países de la OCDE. En otras palabras, podría haber margen en América Latina para ampliar la red de seguridad social de una manera que proteja a los más vulnerables y simultáneamente apoye a la economía.

Pero si nada cambia, volveremos a quedar atrapados en la misma espiral de disturbios.

Sin embargo, en última instancia, para reducir la desigualdad y poner fin a las crisis se necesitará más que políticas redistributivas. Habrá que lograr que las economías vuelvan a crecer – y que crezcan más vigorosamente que en la deslucida década pasada. Un estudio reciente encontró que el factor más importante detrás de la ligera caída de la desigualdad registrada en la región durante la primera década de este siglo no fueron los programas sociales, los aumentos de las pensiones o los cambios demográficos, sino el crecimiento de los salarios. Tan interesante como esa conclusión fue qué hizo que los salarios crecieran y qué no influyó en esos incrementos. El estudio halló que la política de aumentar el salario mínimo ayudó a incrementar los ingresos en general en Brasil pero no en Perú. En contraste, el estudio encontró que lo más eficaz para aumentar los salarios es el crecimiento económico, liso y llano.

Para lograr un mayor crecimiento económico habrá que llevar adelante una larga, variada y a menudo poco glamorosa lista de reformas, como reducir la burocracia e impulsar la inversión en energías limpias y otras infraestructuras verdes. Las medidas concretas para incrementar la participación económica de más mujeres y miembros de grupos raciales marginados también impulsarían el crecimiento. Según un estudio de la consultora McKinsey, cerrar la brecha de género le reportaría a la región un dividendo económico de alrededor de 1,1 billones de dólares en menos de un lustro. El comercio internacional es otra esfera en donde se debe mejorar. América Latina representa apenas 5 por ciento del comercio mundial, y Argentina y Brasil figuran entre las economías más cerradas del mundo. En la era del Brexit y otras corrientes nacionalistas, muchos países latinoamericanos le están tendiendo la mano al resto del mundo precisamente cuando muchos países desarrollados está retirando las suyas. Pero América Latina debería seguir promoviendo el comercio internacional, en parte porque sus propios ciudadanos lo demandan. Un estudio reciente del BID mostró que, a pesar de las enérgicas protestas de sindicatos y otros grupos de interés, 73 por ciento de los latinoamericanos quieren comerciar más con el resto del mundo. Aunque el nivel de apoyo varió de país en país, en ninguno estuvo por debajo de 50 por ciento.

De hecho, para muchos países, la recuperación también implicará profundizar sus relaciones con los Estados Unidos. La pandemia fue un toque de atención sobre los peligros de depender demasiado de lejanos proveedores en Asia para suministros médicos y otros bienes. Tanto en los despachos oficiales de Washington como en las sedes corporativas del resto de los Estados Unidos hay una clara predisposición por mudar muchas cadenas de valor a este hemisferio, una tendencia que aumentaría las perspectivas de una recuperación económica «hecha en las Américas». Washington también podría considerar darles ayuda económica directa a algunos de los países más vulnerables de la región, como El Salvador, Guatemala y Honduras. Naturalmente, los Estados Unidos deberá asegurarse de que los gobiernos de esos países estén dispuestos a utilizar esos recursos responsablemente. Pero la mayor parte de los países latinoamericanos deberán ponerse de pie por sí solos.

EL CAMINO ALTERNATIVO

El cambio más importante es un cambio de mentalidad. Los últimos años han revelado que el statu quo no funciona para nadie: ni para los pobres, ciertamente, ni para los ricos. Muchos latinoamericanos están interesados en emigrar a Miami, a Nueva York, o dondequiera que sientan que pueden vivir en paz. En el 2018, una encuesta de Gallup mostró que 27 por ciento de los latinoamericanos y caribeños dejarían su país de origen si se les diera la opción, un porcentaje que casi duplica el promedio mundial. El camino alternativo a la emigración masiva — y un camino mucho mejor — es el diálogo, el consenso y, en última instancia, la reforma. Pero incluso en el mejor de los casos, los latinoamericanos tendrán que ser pacientes y darse cuenta de que hasta el cambio más rápido tardará años en dar frutos. Los latinoamericanos no tienen que hacer todos los cambios mañana mismo, pero necesitan empezar hoy.

La región no es la única que enfrenta estos desafíos. El mundo ha sido sacudido por COVID-19, revelando profundas desigualdades globales. Pero otros países que enfrentaron graves problemas estructurales en el pasado, desde España y el Reino Unido en la década de 1970 hasta la Alemania reunificada en la década de 1990, estuvieron a la altura de sus respectivos desafíos. Hoy son de alguna manera irreconocibles. Tal vez este sea el momento para que América Latina asuma un papel de liderazgo para demostrar al mundo que un camino mejor y más igualitario es posible. La pandemia dejará un penoso legado de muerte y sufrimiento. Pero si lleva a América Latina a abordar con decisión los desafíos que ha padecido durante siglos y, en última instancia, a construir sociedades más justas, ayudará a expiar parte del dolor.

Contenido publicado en Foreign Affairs

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