Cuando era niña, en Francia, en los años ochenta, el maestro encargado de mi clase nos mostró una película sobre la lI Guerra Mundial y, al terminar, dio un grito de júbilo: “¡Hurra! ¡Vencimos a esos sucios boches!”. Todos los alumnos corearon su “hurra” y alzaron los brazos en señal de victoria. Menos yo, hija de madre francesa y padre alemán. Tenía ocho años y, después de aquello, dejé de hablar alemán con mi padre durante seis años. La germanofobia que imperaba entonces en Francia y en muchos otros países europeos hacía que mis orígenes alemanes fueran un lastre. No imaginaba que, un día, iba a decidir desarrollar mi vida en Alemania.
Hace 20 años que vivo en Berlín y esta decisión no es ajena a la confianza que me inspira este país, especialmente desde que Angela Merkel tomó las riendas, en 2005. Es una suerte poder cerrar los ojos de noche sabiendo que hay una capitana competente y fiable al mando del barco y no nos va a dejar caer a la primera tormenta. Un privilegio insólito en un mundo en plena tempestad, amenazado por dirigentes megalómanos, demagogos y nepotistas que manejan el destino de los pueblos como si jugaran al ajedrez.
Si bien, en el pasado, la estabilidad prudente que encarna Merkel ha sido objeto de burlas y desprecios, hoy la vemos como un arca de Noé que se agradece en un contexto mundial en el que se han perdido las referencias políticas y morales. Su partido, la Unión Cristiano Demócrata, CDU, tradicionalmente más conservador y polarizado que la canciller, a la que nunca se ha privado de criticar, ha optado por la continuidad al elegir el 16 de enero como sucesor a su fiel partidario Armin Laschet, ministro presidente del land más poblado de Alemania, Renania-Westfalia del Norte, y moderado y unificador como ella. La CDU podría haber optado por la ruptura con el candidato Friedrich Merz, viejo rival de Merkel, que representa una CDU antigua, defensora de “la ley y el orden” y patriarcal. La derrota de este peso pesado del partido pone de manifiesto que Merkel no ha sido un paréntesis, sino que ha dejado una huella indeleble en la mayor formación política de Alemania: una huella progresista, europea, flexible y, sobre todo, inclusiva.
Es demasiado pronto para saber si Armin Laschet será el candidato de la derecha alemana a la cancillería en las elecciones federales de septiembre de 2021; porque el jefe de su aliada bávara, la CSU, Markus Soeder, goza de una popularidad que podría impulsarle a presentarse antes de que se tome la decisión final, prevista para primavera. Y nada garantiza que la CDU, que domina actualmente los sondeos, gane las elecciones frente al Partido Socialdemócrata y Los Verdes. No obstante, sea cual sea el color político del sucesor de Merkel al frente del Gobierno, podemos prever, o al menos esperar, que se inspirará en la forma de gobernar con la que la canciller ha tenido tanto éxito y cuya clave está en una increíble fuerza integradora.
Hoy por hoy, el 75% de los alemanes apoyan a Angela Merkel. Eso significa que la inmensa mayoría de los votantes, tanto de derechas como de izquierdas, se reconoce en los valores y el tipo de sociedad que defiende la canciller y el ejercicio del poder que encarna. Un logro casi impensable en esta época en la que el individualismo y la polarización fragmentan las sociedades occidentales, cuando cada vez más personas reivindican el derecho a que sus opiniones y deseos individuales se trasladen a la política. Esta evolución, a la que han contribuido las redes sociales, es nociva, porque no puede surgir ningún proyecto colectivo de la confrontación de una multitud de opiniones intransigentes y a veces antagónicas. La democracia representativa está en peligro si los ciudadanos se niegan a aceptar que no siempre es posible satisfacer la voluntad particular y que una opinión no es una verdad universal, sino un sentimiento subjetivo, a veces basado en prejuicios y falta de conocimiento. El buen funcionamiento de la democracia depende de la capacidad ciudadana de comprender las reglas del juego: el diálogo, el consenso, el acuerdo y el principio de representación. Y de la capacidad de un jefe de Gobierno de dar ejemplo. Con su forma de no darse protagonismo, de ceder el primer plano a su función, Merkel, una científica de formación que sabe conservar la cabeza fría, inspira sentido de responsabilidad y humildad.
Así ha conseguido ella mantener unida a la sociedad alemana a pesar de cataclismos como la crisis financiera de 2008, la crisis de la eurozona, la llegada masiva de refugiados en 2015 y la pandemia de coronavirus. Pero la repercusión de la canciller alemana sobrepasa con mucho las fronteras de su país: ha devuelto la confianza en un modelo de democracia representativa que había perdido crédito. Su balance contrasta con el de populistas como Donald Trump, Boris Johnson o Jair Bolsonaro, que han sumido sus respectivos países en el desastre.
El centralismo inclusivo de Merkel es hoy un modelo en el que podrían inspirarse muchos dirigentes tentados por la polarización. No obstante, es más difícil de seguir de lo que la calma legendaria de la canciller podría hacer pensar. Ella misma ha estado muy cerca de crear una división duradera en Alemania. Sobre todo en 2015, cuando decidió abrir las puertas a cientos de miles de refugiados, en su mayoría sirios, sin consultar realmente a su partido, al Parlamento ni a las regiones. Le llovieron críticas de todas partes, su índice de popularidad se desplomó, su partido se escindió en dos y se levantó una ola de odio contra ella en el Este, la antigua RDA. El partido de extrema derecha AfD recogió los frutos, especialmente en la parte oriental, donde la falta de una labor de memoria histórica y de contacto con otras culturas bajo la dictadura comunista ha dejado huellas que llegan hasta hoy.
La política de inmigración de Merkel es una de las razones de que, por primera vez desde la guerra, en 2017 entrara un partido de extrema derecha en el Bundestag, con el 12,6% del voto, antes de emprender su ascenso. Algunos dirigentes de la CDU, sobre todo en los länder del Este, sintieron la tentación de formar coaliciones locales con esa extrema derecha. Merkel expresó categóricamente su veto. El nuevo jefe de la CDU, Armin Laschet, ya ha excluido toda relación con la AfD, a la que quiere ver caer “por debajo del 5%”; una promesa bastante creíble porque la AfD ya ha descendido a menos del 10% de intención de voto. Este declive se debe en parte a la buena gestión de la crisis de la covid por parte del Gobierno. Es una primera victoria sobre los populistas de la que pocos países pueden presumir en estos momentos.
Es decir, que, al final de su mandato, a Merkel, hija de un pastor protestante, le ha salido bien su apuesta: ser moralmente irreprochable para poder exigir a sus ciudadanos que fueran responsables y generosos. Es el mismo espíritu que la empujó en 2020 a empeñarse en una solidaridad excepcional con la Unión Europea en plena pandemia e incluso a defender los intereses de Europa, a veces, frente a los de Alemania. Ya fuera en relación con el presupuesto o el reparto de las vacunas. Armin Laschet debería proseguir esta política europeísta e incluso ir más allá, dado que en el pasado, en 2017, expresó su malestar por la timidez de la canciller ante las propuestas de Emmanuel Macron de reforzar la cooperación europea.
Si Merkel está consiguiendo que evolucione la mentalidad en Alemania es porque ella misma es la personificación del cambio. ¿Cuántas veces ha variado de opinión? La renuncia a la energía nuclear tras la catástrofe de Fukushima en 2011, la apertura a los refugiados y la suspensión del dogma presupuestario alemán en nombre de la solidaridad europea son algunos casos en los que ha infringido el credo de la CDU que defendió al llegar al poder.
Es indudable que el balance de la canciller también contiene sombras y fracasos. Su gestión de la economía y de la pandemia ha recibido críticas incluso dentro de su propio partido, mientras que, en el terreno diplomático, desde la izquierda le reprochan haber dado más importancia a los intereses económicos que a los derechos humanos, sobre todo frente a China y Rusia. Pero lo que me parece más importante es que ha supuesto tener la confianza suficiente en su liderazgo como para poder dedicarme a mis asuntos y mis aficiones con la cabeza despejada. Pero, sobre todo, ha significado sentirme inspirada para ayudarla a construir, entre todos una sociedad mejor, inclusiva, responsable y respetuosa. Espero que la magia de Merkel sobreviva a su marcha.
Contenido publicado en El País