Lorenzo Córdova Vianello es consejero presidente del Instituto Nacional Electoral de México.
La función primordial de cualquier autoridad electoral es siempre la de garantizar que el voto de cada persona sea estrictamente respetado, contabilizado y que se refleje fielmente en la construcción de los poderes públicos. Esta es la esencia de la democracia. Y mientras exista tal posibilidad, nuestras sociedades podrán convivir en sus diferencias, con su pluralidad, en paz y libertad.
Se dice fácil, pero a México le costó muchos años llegar a ese puerto civilizatorio, construir tanto las leyes como las instituciones que permiten elecciones limpias y libres, condiciones equitativas de la competencia política, alternancias en los gobiernos, división de poderes, partidos políticos con presencia nacional, una tenaz prensa crítica y una sociedad civil alerta.
Podemos ubicar en la década de 1990 el momento en el cual operó esa transición y el país comenzó a normalizar esas condiciones democráticas.
De modo que, aunque en los últimos 30 años México ha vivido una serie de mutaciones de todo orden —demográficas, económicas, sociales y culturales— entre ellas sobresale el expediente político-electoral como una de las tareas históricas de este tiempo que nuestro país sí pudo —y sí supo— resolver.
Suele objetarse el hecho y decir que México es un país de graves problemas irresueltos, poblado por muchos desacuerdos y preso de una intensa polarización política. Y pese a ello, pervive en el fondo un gran acuerdo nacional: las elecciones son la única fórmula para competir y transmitir a los poderes públicos. Las elecciones en México, como debe ocurrir en una democracia, son la única vía aceptada de acceso al poder político (“The only game in town”, en términos de Linz y Stepan).
Por eso, en las elecciones intermedias del próximo 6 de junio podremos votar 93.5 millones de mexicanas y mexicanos. Es la cita electoral de mayor alcance —por sus dimensiones— en nuestra historia. Pero no solo por la cantidad de votantes, sino también por los cargos que estarán en juego, cuya magnitud no tiene precedentes: 15 gobiernos de los estados (casi la mitad del país); 1,063 diputaciones locales; 1,925 ayuntamientos y además de la renovación completa de la Cámara de Diputados. El poder público en disputa definirá el rostro de la representación nacional para los siguientes tres años y, en muchos sentidos, determinará las condiciones de gobernabilidad en México.
Se han registrado más de 29,000 candidaturas para competir por los distintos cargos públicos y ahora mismo desarrollan sus campañas en todos los rincones del país.
La organización electoral ha marchado, estrictamente, conforme a los mandatos de la ley y en este momento la elección ya ha pasado de manos de la estructura profesional del Instituto Nacional Electoral, al millón y medio de ciudadanos que generosamente nos han otorgado su tiempo y su esfuerzo como voluntarios para hacerse cargo de las casillas y del cómputo de los votos el día mismo de la elección, en uno de los ejercicios más emocionantes de compromiso cívico que puede exhibir nación alguna. En México son nuestros propios vecinos los que cuidan y cuentan el voto, por eso es que las elecciones resultan tan confiables para la población.
La capacidad institucional, la estricta legalidad y la voluntad ciudadana para participar y hacer suya la organización, son el signo de estas elecciones, además de una intensa competencia entre fuerzas políticas que despiertan esperanzas, posiciones encontradas y que representan una vital pluralidad política de nuestro país.
Sin embargo, sobre el proceso se han proyectado sombras que lo desafían y que van más allá de la crisis sanitaria que ha traído la pandemia. Por un lado, el desafío del crimen organizado que ha costado la vida de candidatos a alcaldes, concejales y diputados locales en el territorio nacional durante este año; en ocasiones, acompañados de mensajes de intimidación contra aspirantes y partidos en zonas muy localizadas y muy afectadas por el crimen organizado. Y por otro lado, un fenómeno que han padecido ya otros comicios en el mundo: la propagación de fake news y las retóricas del “fraude electoral” anticipadas que algunos actores políticos han comenzado a utilizar y sin prueba alguna, como forma de minar la legitimidad del proceso electoral.
Contra ambos fenómenos tenemos la misma estrategia: legalidad, transparencia y mucha explicación y pedagogía pública. Una meticulosa construcción de cada elemento del sistema electoral y la absoluta apertura para la revisión, inspección y examen de las boletas, actas y cada decisión de las autoridades mexicanas. Por eso, para nosotros la observación nacional e internacional es especialmente relevante.
Nuestra democracia necesita la mayor cantidad y la mejor calidad de testigos de nuestras elecciones. Necesitamos que nuestra ciudadanía, partidos, gobierno, sociedad civil y prensa, pero también la prensa internacional, los actores y gobiernos democráticos de todo el mundo, tengan constancia de la integridad del sistema electoral en México, de su pulcritud y de sus resultados.
Estados Unidos acudió a su última cita electoral el año pasado y pudo superar sus dificultades entre otras cosas porque sus instituciones hallan sus raíces en una larga y muy asentada tradición. Las nuestras, en cambio, son raíces muchísimo más jóvenes, por eso tenemos la obligación de redoblar su cuidado. Nuestra tarea en 2021 no solo consiste en garantizar la organización de elecciones hoy, sino cuidar el edificio institucional democrático para las elecciones mexicanas de los años por venir.
Contenido publicado en Washington Post