Por Ricardo Lagos Escobar // Contenido publicado en La Tercera
En medio del debate provocado por la irrupción de un candidato norteamericano a la presidencia del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que rompe todos los acuerdos políticos originales, cabe mirar la historia –porque ésta ilustra con la verdad–, pero además ahora, y con fundamentos jurídicos, cabe decir que la elección convocada para los próximos días podría ser nula.
Por 60 años, el BID ha funcionado bajo las normas establecidas en los debates de 1959, donde las partes, constituidas en una comisión especial, determinaron los mecanismos de adhesión, los sistemas financieros de los aportes y la organización misma de la entidad. Todo ese proceso se sustentó en la denominada Doctrina Eisenhower, definida por aquel mandatario en agosto de 1958 ante Naciones Unidas, y de acuerdo a la cual los bancos regionales –como el que se había acordado fundar en sesión especial de la OEA– debían ser administrados por sus países integrantes. Eisenhower fue enfático al respecto: “Espero que quede claro que no estoy sugiriendo una posición de liderazgo para mi propio país en el trabajo de crear una institución de este tipo”, añadiendo que “si esta institución ha de ser un éxito, la función de liderazgo debe pertenecer a ellos mismos”.
En concordancia con lo dicho por Eisenhower, y tras un intenso debate entre las partes, se resolvió establecer la sede del BID en Washington y, en contrapartida, reservar su presidencia para un latinoamericano. Esa propuesta contemplaba, además, el precedente aportado por Chile 10 años antes, cuando se propuso la creación de la Cepal –impulsada con pasión por Hernán Santa Cruz– y donde el debate por la ubicación de la sede, con argumentos de lejanía, peso económico y otros, no fue menor. Finalmente se aprobó traer la Cepal a Santiago, bajo un contundente argumento de Santa Cruz: si el organismo regional se establecía en Chile, nunca un chileno ocuparía su secretaría ejecutiva.
Aquella búsqueda de equilibrios tenía lógica, porque coincidía con ese nuevo despertar en el mundo que la década de los 50 trajo al siglo XX. Pese a la Guerra Fría, el fin del colonialismo abrió espacio a nuevas esperanzas. En África y Asia los países recién independizados comenzaban un nuevo camino, atravesado por un sentimiento de identidad nacional. Y, en medio del enfrentamiento entre las dos potencias nucleares, Estados Unidos y la Unión Soviética, las antiguas colonias, junto a otros países en desarrollo, crearon el Movimiento de los Países No Alineados en 1961, para reforzar su autonomía, buscar la neutralidad y sentar las bases de un destino propio. Por su parte, América Latina, que vivía un rápido crecimiento macroeconómico, aunque en escenarios de permanente tensión política y social, hacía décadas que reclamaba contar con una institución financiera regional. A todos, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional les parecían instituciones ajenas, más cercanas al primer mundo.
Así, las teorías económicas de la Cepal, sumadas a la política internacional de Dwight D. Eisenhower, convergieron para cimentar las bases del BID: el primer banco regional del mundo. Su fundación, en 1959, fue producto de acuerdos –no siempre fáciles– entre todos los países integrantes. Conocí personalmente a Felipe Herrera, director en el Fondo Monetario Internacional y luego primer presidente del BID entre 1960 y 1970; un hombre cálido y afectuoso que fue mi profesor en la Facultad de Leyes en la Universidad de Chile.
Por su intermedio supe de los orígenes y retos de liderar una institución de estas dimensiones durante su primera década de formación, por lo que conozco de primera fuente la legitimidad política sobre la cual el BID cimentó su despegue.
Sin embargo, este precedente se ha roto. Como sabemos, en junio de este año y en plena pandemia, Donald Trump propuso como candidato a presidente del BID al estadounidense Mauricio Claver-Carone, y convocó a una elección cuestionable para este 12 de septiembre. Un gesto de irrupción política, sustentado en ignorar acuerdos históricamente reconocidos desde la primera Asamblea de Gobernadores del BID, en febrero de 1960. Por eso se han registrado tantas reacciones en contra, entre ellas, la de un grupo de expresidentes, quienes denunciamos esta inaceptable irregularidad a mediados de junio.
Ahora, con fundamentos históricos, hemos señalado que estamos frente a un hecho carente de validez política y jurídicamente cuestionable.
La Asamblea General de Naciones Unidas, en Resolución 73/203 de 20 de diciembre de 2018, definió que los actos convertidos en costumbre y consentidos por todas las partes de un acuerdo constituyen derecho. Allí se codificaron los criterios para proceder a la determinación de lo que es “derecho internacional consuetudinario”. El contundente informe jurídico, emitido recientemente por James Spinner –de larga trayectoria en el BID y del cual llegó a ser director de su Departamento Legal–, y por Eugenio Díaz-Bonilla –también de una sólida historia del BID–, señala que si nunca se definió la nacionalidad que debía tener el presidente del banco, pero el contexto y la práctica de todos sus miembros, incluido EE.UU., llevaron a que ese cargo siempre fuera ocupado por un latinoamericano, dejando la vicepresidencia para un norteamericano, ello constituye un antecedente de derecho internacional. Y, en consecuencia, todo cambio a esa norma debe pasar previamente por el conocimiento y decisión de la Asamblea de Gobernadores del banco.
Así, por historia y por derecho, lo que cabe es postergar esa elección para la próxima Asamblea de Gobernadores, ya convocada para marzo de 2021, y allí debatirlo todo. Si la elección se impone, más pronto que tarde será declarada nula. Lo que está en juego no es sólo el futuro del BID, sino el devenir de la convivencia hemisférica y, por cierto, de nuestra propia convivencia latinoamericana y su dignidad.