En una escena del recién estrenado documental La Paz, del director colombiano Tomas Pinzón, dos aviones militares sobrevuelan el campamento donde cientos de guerrilleros esperan el desenlace de las negociaciones de La Habana en el 2016. “¡Que no me vayan a matar porque yo quiero ir a la paz!”, ironiza uno.
Unos meses después, tras acordar su reinserción con el gobierno del entonces presidente Juan Manuel Santos, unos 7.600 combatientes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) abandonarían sus armas poniendo fin a una guerra que había durado más de medio siglo.
La narrativa oficial es que son venganzas entre facciones de la propia guerrilla, pero es más complicado
El humor negro del guerrillero venía trágicamente a cuento el mes pasado en el polideportivo del colegio Francisco Arango en Villavicencio, a 150 kilómetros de Bogotá, en el departamento de Meta, donde un millar de excombatientes estaban acampados durante la llamada “peregrinación por la paz y la vida”.
“Estamos lamentando, llorando y exigiendo respuestas por la muerte de nuestros compañeros”, dijo Tulio Murillo Ávila, uno de los líderes de la reinserción de las FARC el Meta.
Desde la firma de la paz en septiembre del 2016, casi 250 excombatientes han sido asesinados, la mayoría participantes en programas pactados en el acuerdo de La Habana, bien sean de reinserción, trabajo social o proyectos productivos rurales.
Nadie sabe con certeza quienes son los asesinos que, en la mayoría de los casos, quedan impunes. Pueden ser integrantes de los grupúsculos guerrilleros –una minoría muy reducida de las FARC– que no han abandonado las armas o las han vuelto a tomar. O sicarios paramilitares vinculados a terratenientes, políticos de la derecha o narcotraficantes.
“¡Albeiro vive, la lucha sigue!”, reza un cartel colgado al lado de la cancha de fútbol en el colegio Francisco Arango, donde juegan una veintena de excombatientes. Se refiere a Juan de Jesús Monroy, nombre de guerra de Albeiro, cuyo asesinato en octubre a unos 60 kilómetros al sur de Villavicencio fue el desencadenante de la marcha por la vida.
Albeiro fue asesinado en una pequeña plantación de cacao que gestionaba con otros excombatientes. El asesino era integrante de una escisión de las FARC que se negó a dejar las armas. “Es un problema social complejo; muchos de los que aprietan el gatillo creen que están matando a gente mala; otros lo hacen por dinero”, dijo Luis Rene Medina, uno de los exguerrilleros acampados en Villavicencio. “Pero ¿Quién está detrás de esto? ¿cuál es el autor intelectual de estas acciones? Eso no se investiga”.
La muerte de Albeiro entra en la narrativa oficial del Gobierno conservador de Iván Duque y del hombre fuerte de la derecha colombiana, el expresidente Álvaro Uribe, de que los asesinatos son ajustes de cuentas de facciones rivales de la propia guerrilla. Cuando Iván Márquez y otros exlíderes de las FARC anunciaron en el 2019 que volvían a tomar las armas, encajaba perfectamente en el discurso oficial .
Muchos colombianos –no solo el 50,2% que votó contra el acuerdo de paz en el plebiscito del 2016– están dispuestos a creer que los “terroristas” de las FARC se están matando entre ellos.
Pero la realidad es mucho más compleja, dice María Jimena Duzán, autora del libro Santos: paradojas de la paz y del poder : “Hay vendettas sin duda pero decir que esa es la razón primordial es falso”, dijo en una entrevista telefónica. En realidad, el narcotráfico es el factor clave, añade: “Muchos de los excombatientes asesinados provienen de sectores de las FARC relacionados con el narcotráfico (…) al negarse a volver al narcotráfico son asesinados”.
La causa de fondo, sostiene la autora, es la negativa del Gobierno de Duque a implementar la reforma agraria y, concretamente, el programa de sustitución de cultivos alternativos a la coca mediante apoyo económico a los campesinos cocaleros como se pactó en La Habana: “Hay mucha gente –clanes políticos– en el poder que tenía relaciones con el narcotráfico y ha decidido que esas reformas no les interesan,” dice.
Discurso excombatiente
Los guerrilleros se sienten en indefensión ante lo que entienden inacción del gobierno
Lo indiscutible es que el Estado no está protegiendo a los exguerrilleros. Pasa lo mismo con los más de 300 activistas sociales y medioambientales, sin vínculos a la guerrilla, que han sido asesinados en lo que va de año. “La mayoría de las FARC están cumpliendo con el proceso de la paz; el Estado también debe cumplir”, afirmó Juan Fernando Cristo, exministro de Interior con Santos.
No es la primera vez que se intenta liquidar una iniciativa política de la guerrilla colombiana. A mediados de los años ochenta, tras un intento de negociar la paz con el gobierno, las FARC crearon un brazo político, el partido Unión Patriótica. “Grupos paramilitares apoyados por latifundistas, narcotraficantes y militares desataron un ola de terror contra el nuevo partido”, afirma Cristo, cuyo padre fue asesinado por las FARC. Al cabo de dos años, casi 1.600 integrantes del partido habían sido asesinados, entre ellos 145 concejales, 15 alcaldes, 11 diputados y tres senadores. “Lo que ocurre ahora no llega a ser el holocausto de la Unión Patriótica; sin embargo, en esa dirección vamos”, dijo Luis Rene Medina.
Duzán cree que la detención en el 2018 del líder de las FARC Jesús Santrich, por presuntos delitos de narcotráfico, fue diseñado para sabotear la paz. “Hubo un complot en contra de Juan Manuel Santos para dividir a las FARC y eso lo lograron cuando Márquez volvió a tomar las armas”, dice. Se sabe ya que el exfiscal general Néstor Humberto Martínez no contaba con pruebas de que Santrich era narcotraficante.
El complot solo funcionó en parte. La gran mayoría de las FARC no han seguido a Márquez. “El rearme de los excompañeros es sencillamente darle la razón a la derecha que quiere continuar en la guerra”, explicó en una entrevista mantenida en Bogotá Griselda Lobo, senadora por el partido político de la exguerrilla, conocido por las mismas siglas, FARC. “Quieren prolongar la larga y oscura noche”.
Contenido publicado en La Vanguardia