Por Jeffrey D. Sachs // Contenido publicado en Project Syndicate
Muchos cristianos evangélicos blancos en Estados Unidos están convencidos de que Dios ha dado a su país la misión de salvar al mundo. Influida por esta mentalidad cruzadista, la política exterior de los Estados Unidos ha oscilado muchas veces entre la diplomacia y la guerra. Hay riesgo de que lo vuelva a hacer.
El mes pasado, el secretario de Estado de los Estados Unidos, Mike Pompeo, lanzó otra cruzada evangélica, esta vez contra China. Pronunció un discurso extremista, simplista y peligroso, que puede poner a Estados Unidos en una senda de conflicto con aquel país.
Según Pompeo, el presidente chino Xi Jinping y el Partido Comunista de China (PCCh) tienen un «viejo deseo de hegemonía mundial». Hay ironía en esta afirmación. Sólo un país (Estados Unidos) tiene una estrategia de defensa que estipula ser la «principal potencia militar del mundo», con «equilibrios de poder regionales favorables en el Indo-Pacífico, Europa, Medio Oriente y el hemisferio occidental». En cambio, el plan de defensa de China establece que «nunca seguirá el trillado camino de las grandes potencias en pos de la hegemonía», a lo que añade: «Conforme la globalización económica, la sociedad de la información y la diversificación cultural evolucionan en un mundo cada vez más multipolar, la paz, el desarrollo y la cooperación mutuamente ventajosa seguirán siendo la tendencia irreversible de los tiempos».
Es imposible no pensar en la admonición de Jesús: «¡Hipócrita! Saca primero el tronco de tu ojo, y entonces podrás ver con claridad para sacar la brizna del ojo de tu hermano» (Mateo 7:5). En 2019, el gasto militar total de los Estados Unidos ascendió a 732 000 millones de dólares, casi el triple de los 261 000 millones que gastó China.
Además, Estados Unidos tiene unas 800 bases militares en el extranjero, mientras que China tiene una sola (una pequeña base naval en Yibuti). Muchas de las bases militares estadounidenses están cerca de China, que no tiene ninguna cerca de Estados Unidos. En el arsenal estadounidense hay 5800 ojivas nucleares; China tiene unas 320. Estados Unidos tiene 11 portaaviones; China tiene uno. Estados Unidos inició en los últimos 40 años muchas guerras en países distantes; China no inició ninguna (aunque se la criticó por diversas escaramuzas fronterizas, la más reciente de ellas con la India, que no llegan a ser guerras).
En los últimos años, Estados Unidos rechazó o abandonó varias veces tratados y organismos de las Naciones Unidas, incluidos la UNESCO, el Acuerdo de París sobre el clima y, hace poco, la Organización Mundial de la Salud, mientras que China apoya los procesos y organismos de la ONU. El presidente estadounidense Donald Trump amenazó hace poco con sanciones al personal de la Corte Penal Internacional. Pompeo despotrica contra la represión china de la población uigur, mayoritariamente musulmana, pero el ex asesor de seguridad nacional de Trump, John Bolton, afirma que Trump avaló en privado las acciones de China, e incluso que las alentó.
El mundo prestó poca atención al discurso de Pompeo, que no presentó pruebas de la presunta ambición hegemónica de China. El hecho de que China se oponga a la hegemonía de los Estados Unidos no implica que la quiera para sí. De hecho, fuera de los Estados Unidos, pocos creen que China busque el dominio global. Los objetivos nacionales explícitos de China incluyen alcanzar la condición de «sociedad moderadamente próspera» en 2021 (centenario del PCCh) y «país plenamente desarrollado» en 2049 (centenario de la República Popular).
Además, se calcula que en 2019 el PIB per cápita de China fue 10 098 dólares, menos de un sexto que Estados Unidos (65 112 dólares), lo cual mal puede servir de base a la supremacía mundial. China todavía tiene mucho camino que recorrer para alcanzar tan siquiera sus objetivos de desarrollo económico básicos.
Suponiendo que Trump pierda la elección presidencial de noviembre, es probable que nadie vuelva a pensar en el discurso de Pompeo. Los demócratas también criticarán a China, pero sin las exageraciones descaradas del secretario de Estado. Pero si Trump gana, ese discurso puede ser un preanuncio del caos. El evangelismo de Pompeo es real, y hoy los evangélicos blancos son la base política del Partido Republicano.
Los excesos fanáticos de Pompeo tienen profundas raíces en la historia de los Estados Unidos. Como explico en mi reciente libro A New Foreign Policy, los colonos protestantes ingleses creían estar fundando un Nuevo Israel en la nueva tierra prometida, con la bendición providencial de Dios. En 1845, John O’Sullivan acuñó la expresión «destino manifiesto» para justificar y celebrar la violenta anexión estadounidense de Norteamérica. En 1839 había escrito: «Esta será nuestra historia futura, establecer en la Tierra la dignidad moral y la salvación del hombre; la inmutable verdad y beneficencia de Dios. Para esta misión bendita a las naciones del mundo, excluidas de la vivificante luz de la verdad, ha sido elegida América (…)».
Basándose en estas visiones exaltadas de una beneficencia propia, Estados Unidos cometió esclavización masiva hasta la Guerra Civil y apartheid masivo después; masacró a los nativos americanos durante el siglo XIX y los subyugó después; y clausurada la frontera del oeste, extendió el «destino manifiesto» a ultramar. Más tarde, con el inicio de la Guerra Fría, su fervor anticomunista lo llevó a librar desastrosas guerras en el sudeste de Asia (Vietnam, Laos y Camboya) en los sesenta y setenta, y guerras brutales en Centroamérica en los ochenta.
Después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, el celo evangélico se dirigió contra el «Islam radical» o «fascismo islámico», con cuatro guerras electivas (en Afganistán, Irak, Siria y Libia) cuyos efectos desastrosos todavía perduran. Pero de pronto la supuesta amenaza existencial del Islam radical ha sido olvidada, y la nueva cruzada apunta al PCCh.
Pompeo es un intérprete literal de la Biblia convencido de que el fin de los tiempos, la batalla apocalíptica entre el bien y el mal, es inminente. Sus creencias están descritas en un discurso que dio en 2015, siendo congresista por Kansas: Estados Unidos es una nación judeocristiana, la más grande de la historia, cuya misión es dar las batallas de Dios hasta el día del Arrebatamiento, cuando los seguidores de Cristo renacidos, como Pompeo, serán llevados al cielo para el Juicio Final.
Los evangélicos blancos sólo son un 17% de la población adulta de los Estados Unidos, pero suman alrededor del 26% de los votantes. Votan mayoritariamente por los republicanos (se estima que en 2016 lo hizo el 81%), lo que los convierte en el bloque de votantes más importante del partido. Eso les confiere una fuerte influencia sobre las administraciones republicanas, en particular en política exterior si los republicanos controlan la Casa Blanca y el Senado (con el poder de ratificar tratados). Nada menos que el 99% de los congresistas republicanos son cristianos, de los que alrededor del 70% son protestantes, lo que incluye una proporción significativa pero desconocida de evangélicos.
Los demócratas, por supuesto, también dan refugio a algunos políticos que proclaman el excepcionalismo estadounidense y lanzan cruzadas militares (por ejemplo, las intervenciones del presidente Barack Obama en Siria y Libia). Pero en general, el Partido Demócrata está menos ligado a pretensiones de hegemonía estadounidense que la base evangélica del Partido Republicano.
La inflamatoria retórica antichina de Pompeo puede volverse todavía más apocalíptica en las próximas semanas, aunque más no sea para enardecer a la base republicana antes de la elección. Si como parece probable, Trump es derrotado, el riesgo de una confrontación con China se alejará. Pero si sigue en el poder, ya sea por victoria electoral auténtica, fraude o incluso golpe de Estado (todo es posible), es probable que la cruzada de Pompeo continúe, y bien podría llevar al mundo al borde de una guerra que Pompeo anticipa y que acaso esté buscando.