«Se enoja la madre tierra, Pachamama, si alguien bebe sin convidarla (…)
Cuando ella tiene mucha sed, rompe la vasija y la derrama».
Rigoberto Paredes, Mitos y supersticiones de Bolivia (1973)
En 2015, un equipo internacional de científicos recogió muestras de sangre de 218 vecinos de una aldea de Yunnan (provincia al suroeste de China), situada no muy lejos de una cueva que albergaba miles de murciélagos. En seis de ellos detectaron anticuerpos del SARS-CoV-1, que provocó en 2003 el brote original de ese virus zoonótico.
Entre el 60% y el 75% de las enfermedades infecciosas emergentes –SARS, ébola, sida, zika, la fiebre del Rift, la enfermedad de Kyasanur…– tienen origen zoonótico. En 1998, un grupo de malayos dedicado a la cría de cerdos comenzó a tener síntomas –fiebres, convulsiones– de una enfermedad desconocida que contagió a 265 personas. Murieron 105, una tasa de mortalidad del 40%. Según cuenta un reportaje de The New York Times, un año después Kaw Bing Chua, virólogo de Universidad de Malasia, llevó unas muestras del patógeno al Centro de Control y Prevención de Enfermedades (CDC) de Colorado para examinarlo en uno de sus potentes microscopios electrónicos. Chua descubrió que no era encefalitis sino un nuevo virus al que llamó Nipah, por el nombre de la aldea donde se encontró.
Yunnan y Malasia tienen algo en común: su vertiginoso desarrollo económico. Entre 1958 y 2010, la población de Yunnan, una de las provincias más rurales y de mayor diversidad de China, pasó de 19 a 46 millones. La tala y los incendios han destruido cientos de miles de hectáreas de bosques y zonas silvestres, que han sido sustituidas por viviendas, cultivos agrícolas y plantaciones de caucho. En ese mismo lapso, la población urbana de Malasia casi se duplicó, mientras que la producción agrícola se multiplicó por ocho.
Grandes extensiones de bosques fueron talados y quemados para crear plantaciones de palma aceitera. En 1966, los bosques cubrían el 64% de la península malaya. En 1990, solo el 50%. En los años ochenta, el 60% de las exportaciones mundiales de madera tropical provenían de Malasia.
Chua encontró que también los anfitriones originales del Nipah y del Hendra australiano fueron murciélagos, cuyos hábitats habían sido arrasados por la deforestación, la minería, la agricultura y el crecimiento urbano. Uno de cada cuatro mamíferos es un murciélago, una especie social, móvil y migrante. Y llena de virus potencialmente contagiosos.
Señales de humo
La Organización Mundial de la Salud estima que en África subsahariana un 4% más de deforestación aumenta un 50% la incidencia de la malaria y el paludismo. Los mosquitos que las transmiten proliferan en el caldo de cultivo que crea el calor y el agua estancada de las áreas deforestadas. Según Peter Daszak, presidente de EcoHealth, casi todas las enfermedades infecciosas que han aparecido en los últimos 30 o 40 años –entre ellas el ébola y el sida–, lo hicieron tras la devastación humana de ecosistemas tropicales vírgenes.
Entre 1950 y 2018, la población urbana mundial pasó de 751 a 4.200 millones de personas. Los ecosistemas más perjudicados han sido los bosques. Más de una tercera parte han desaparecido, sustituidos por asentamientos humanos, pastos para ganado y cultivos de granos y cereales. Solo desde 1990 en el mundo se han perdido 129 millones de hectáreas, una superficie similar a la de Suráfrica.
Global Forest Watch calcula que en 2017 cada minuto se perdieron bosques tropicales equivalentes a 40 canchas de fútbol. Naciones Unidas, por su parte, estima que entre 2014 y 2018 desaparecieron, cada año, unas 26 millones de hectáreas de árboles, tres veces la superficie de Reino Unido.
Según el Panel Intergubernamental del Cambio Climático, la deforestación produce al año unas 5.200 millones de toneladas métricas de dióxido de carbono. Diversas industrias extractivas han arrasado desde 2010 al menos 50 millones de hectáreas de bosques, denuncia Greenpeace. Nestlé ha prometido que para fines de este año el 90% de sus productos e insumos (cocoa, carne, soja…) serán deforestation-free. Los más pesimistas temen que sea demasiado tarde.
Reserva madre de la biosfera
Basándose en imágenes de Google Earth, en un estudio publicado en Science en 2015 Jean-François Bastin, ecólogo del Swiss Federal Institute of Tehcnology, calculó que existen unos tres billones de árboles en el mundo. Seis países (Estados Unidos, Rusia, Brasil, Canadá, Australia y China) tienen más de la mitad del potencial para restaurar los bosques perdidos gracias a su abundancia de tierras.
Muchos países están llegando a la hora cero, el punto de no retorno. En 1900, los bosques tropicales cubrían el 70% del archipiélago filipino. En 1990, solo el 19%. Desde hace décadas la cuenca del Congo, que alberga el segundo mayor bosque lluvioso del planeta, viene siendo degradada por la tala, la minería y la agricultura de subsistencia. En Alemania, sequías y plagas han pasado factura a los legendarios bosques boreales de los que emergieron las mitologías nórdicas. Unas 180.000 hectáreas están irreparablemente dañadas.
En California, entre 2012 y 2016 murieron 130 millones de árboles después de años de sequías y de la plaga de escarabajos de la corteza, que proliferan cada vez más al norte porque los inviernos son tan benignos que ya no los eliminan como antes. En República Centroafricana, las compañías madereras, que mueven el 10% de la economía, controlan el 80% de los bosques.
En República Democrática del Congo los impuestos que pagan las madereras apenas representan 0,03 dólares per cápita, según la Rainforest Foundation. Así, no resulta extraño que el planeta esté perdiendo biodiversidad –un 80% de la cual se conserva en bosques– a una tasa que multiplica entre 100 y 1.000 veces a la que precedió a la aparición del homo sapiens.
Según EcoHealth Alliance, la biomasa de mamíferos se ha reducido un 82,5%, la de peces un 83,75% y la de plantas por la mitad. Las pérdidas serían incalculables si desaparece lo que queda. En un kilómetro cuadrado de bosques de Borneo en Indonesia hay tantas especies de árboles como las que existen en toda América del Norte. La Amazonía entera alberga unas 25.000 especies de árboles. El problema es que sus ecosistemas son especialmente sensibles al cambio climático y sus secuelas de insectos, hongos, bacterias y virus.
Laboratorios biológicos
A través de la fotosíntesis, las hojas de los árboles absorben el carbono de la atmósfera. Sus raíces, a su vez, estabilizan el suelo y atrapan el carbono. El ecosistema que crean los árboles juntos amortigua el calor y el frío extremos, almacena el agua y produce un aire muy húmedo. Un árbol adulto puede filtrar más de 100 litros que bajan por su tronco con el agua de la lluvia. Sus hojas, además, atrapan partículas en suspensión: polvo, hollín, ácidos, polen… hasta 7.000 toneladas por cada kilómetro de bosque. En 2017, la US Environmental Protection Agency estimó que la vegetación del país absorbió un volumen de CO2 equivalente al 11% de sus emisiones de gases de carbono.
Según investigadores surcoreanos, quienes caminan por bosques suelen tener mejor presión arterial, capacidad pulmonar y elasticidad en las arterias. En La vida secreta de los árboles (2015), Peter Wohlleben, ingeniero de la Comisión Forestal alemana , sostiene que la red de raíces arbóreas crean un enmarañado sistema que conecta a la mayoría de ejemplares de una especie y población y les ayuda a intercambiar nutrientes, lo que revela que los bosques son super-organismos, una estructura biológica similar a un panal de abejas.
En las sabanas africanas, para ahuyentar a los grandes herbívoros, las acacias envían en cuestión de minutos sustancias tóxicas a las hojas y un gas de aviso (etileno) a sus congéneres de los alrededores para advertirles de que se aproxima un peligro. Las plantas de cultivos de consumo masivo, en cambio, según Wohlleben, han perdido esa capacidad, lo que las hace sordas y mudas y, por ello, presa fácil de insectos y plagas.
Los pulmones de Gaia
Los bosques son decisivos para los ciclos pluviales. En 1975, Eneas Salati, director de la Fundação Brasileira de Desenvolvimento Sustentável, descubrió que los bosques amazónicos generaban la mitad de la lluvia que recibía su cuenca. La humedad contenida en las masas de aire que la cruzan atraviesan cinco o seis fases de precipitación y evaporación hasta alcanzar los Andes, donde al enfriarse alimentan con lluvia los afluentes del Amazonas.
En Querida Amazonía, su reflexión sobre el concilio pan-amazónico que convocó en El Vaticano en octubre de 2019, el papa Francisco propuso incluir en el catecismo de la Iglesia una definición de pecado ecológico como una transgresión contra la creación, la comunidad y las futuras generaciones.
De hecho, en ninguna otra región boscosa la amenaza es más grande que en la Amazonía, el mayor ecosistema tropical del planeta con una superficie similar a la del rostro de la Luna llena. Su bioma absorbe el 3% de las emisiones globales de gases de carbono, produce un 20% del agua potable, el 25% del oxígeno y un 30% de las reservas de bosques.
Pero esa cornucopia de vida es muy vulnerable, un paraíso frágil de gran sofisticación biológica pero construido sobre arena. La deforestación, los incendios y el calor podrían convertir sus bosques en una sabana en unos 30 años, en el peor de los escenarios. Desde 1970, su foresta ha perdido ya una superficie equivalente a la de Francia. Entre 2012 y 2017, el 95% de la deforestación causada para plantar soja en el Estado brasileño de Mato Grosso fue ilegal.
Compañías como las brasileñas Amaggi y JBS y estadounidenses como Bunge y Cargill compran el 60% de cosechas de soja de dudoso origen, pese a que en teoría cumplen un acuerdo de 2008 que se lo prohíbe. Entre julio de 2018 y julio de 2019, la deforestación de la Amazonía brasileña llegó a su punto más alto en 11 años: 9.813 kilómetros cuadrados, un área similar a la del parque de Yellowstone (Wyoming).
Según el Instituto Brasileño de Investigación Espacial, debido a la deforestación el 20% del área amazónica se ha convertido ya en un emisor neto de gases de carbono. Carlos Nobre, profesor de la Universidad de São Paulo, sostiene que hasta los años noventa la región extraía unas 2.000 millones de toneladas de CO2 al año de la atmósfera, frente a las 1.200 millones actuales, tres veces más del volumen que emitió Reino Unido en 2018.
Entre 1990 y 2005, un 80% de la deforestación en la Amazonía brasileña la provocó el avance de la ganadería. Este año las emisiones del gigante suramericano aumentarán un 10-20% en relación a 2018, según el Climate Observatory. Solo en el primer trimestre fueron deforestados 1.202 kilómetros cuadrados, un área que duplica la de Nueva York y 55% más que en el mismo periodo de 2019, ya el peor año en una década. No es extraño. Una vez deforestada, la tierra vale cinco o 10 veces más. El ministro de Medioambiente, Ricardo Salles, fue grabado diciendo que Brasil debía aprovechar la pandemia para “simplificar” las regulaciones medioambientales.
La presión crece
En mayo, 39 compañías europeas, entre ellas Tesco y Marks & Spencer, advirtieron a Brasil de que boicotearían sus productos si no frenaba la deforestación. Va a ser difícil. El Cerrado –las sabanas del gigantesco arco que se extiende desde Mato Grosso a Piauí y Maranhao– bulle hoy con el rugido de las motosierras, las cosechadoras y los aviones fumigadores.
Brasil es hoy el primer exportador de café, azúcar, cítricos, carne de res y aves y el segundo de soja. El campo mueve el 5,6% del PIB. Según la FAO, de aquí a 2024 el consumo mundial de carne crecerá un 15%. Y las exportaciones de carne brasileña van sobre todo a Rusia, Oriente Próximo y China, a las que les importa poco –o nada– los árboles.
La brasileña JBS, la mayor empresa cárnica del mundo, tuvo los mayores ingresos de su historia en 2019. Cuando alguien se opone a sus proyectos, el lobby minero y agroindustrial culpa a los “antipatriotas de siempre”: el habitual contubernio de curas, izquierdistas, ambientalistas y líderes indígenas. Pero esta vez la presión viene de más arriba. McDonald’s y Tesco han dicho que van a dejar de comprar carne y soja provenientes de terrenos deforestados. En una reciente carta dirigida al presidente Jair Bolsonaro y firmada por 29 entidades financieras internacionales que manejan 3,7 billones de dólares en activos, le advirtieron de que la destrucción de la selva amazónica ha generado una “incertidumbre” que podría depreciar los bonos brasileños e inhibir sus inversiones en el país.
El problema es que el dinero que mueve la tala ilegal corrompe a autoridades, policías y jueces. Según el Banco Mundial, el 80% de la madera exportada por Perú –sobre todo cedro y caoba– es talada ilegalmente.
Un billón de árboles
Plantar árboles es una de las soluciones más obvias –y baratas– para capturar el carbono a la vieja usanza: en madera. La activista keniata Wangari Maathai ganó el premio Nobel de la Paz por liderar un esfuerzo para plantar 30 millones de árboles en África. Desde 2005, Plant for the Planet ha sembrado cinco millones de árboles en 20.000 hectáreas protegidas en la península mexicana de Yucatán.
La canadiense Flash Forest piensa plantar 1.000 millones de árboles de aquí a 2028 usando drones para esparcir las semillas a un ritmo que multiplica por 10 otros métodos convencionales. En la última reunión del Foro Económico Mundial en Davos, Donald Trump apoyó el proyecto 1t.org para plantar un billón de árboles, propuesto por el magnate californiano Marc Benioff y la Tropical Forest Alliance 2020, que reúne más de un centenar de gobiernos y corporaciones como Nestlé, Walmart o Mars.
Pero no es tan simple. Es necesario plantar los árboles correctos en los sitios apropiados y tienen que cuidarse hasta que sus raíces puedan soportar temperaturas extremas, tormentas, inundaciones y sequías, precisamente los factores que el cambio climático va a agravar.
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