Sabíamos que el día después de las elecciones en EE.UU. no vendría rápido. En Chile se trató de un preciso recuento y resultado claro en menos de 24 horas; en la nación del Norte tomó cinco días para un resultado que, aunque definitivo, aún no puede declararse oficialmente, debido a recuentos y reclamaciones de su complejo sistema electoral.
En ambos casos vivimos la esperanza, angustia y, finalmente, alivio de constatar que las personas con el voto en la mano sabemos lo que queremos, y lo expresamos democrática y libremente. En Chile hubo una clara decisión: el 80% del país se inclinó por redactar una nueva Constitución, aunque acudió a las urnas alrededor del 50% del actual padrón. El 26 de octubre, “el día después”, nos enfrentamos a la histórica tarea de conversar unos con otros, todo el país, en barrios y pueblos, en el trabajo y en la escuela, y diseñar, por la primera vez en nuestra vida republicana, una Constitución acordada por una gran mayoría del país y que esperamos será reflejada y consultada con toda la población por una Convención Constituyente, 100% ciudadana y paritaria.
En EE.UU. hubo una extraordinaria afluencia de votantes: 161 millones hasta ahora, que representa cerca del 70% del electorado, lo que no se alcanzaba desde 1900. Pero ha emergido un país profundamente dividido, casi por la mitad. La decisión final en EE.UU. la tomaron aquellos que votaron antes del 3 de noviembre por correo, y se quedaron en sus casas, respondiendo al llamado de los expertos y candidatos demócratas de cuidarse a sí mismos, a sus familias, vecinos y compañeros.
Podría decirse que quién derrotó a Trump fue la pandemia, que ha cobrado cerca de 245.000 muertos. Pero quienes le dieron el triunfo a Joseph Biden y Kamala Harris, notable por su inteligencia y empatía, y por ser la primera mujer Vicepresidenta, representativa de la diversidad cultural y étnica del país, fueron los pequeños y superpoblados condados suburbanos y grandes ciudades, donde viven, respectivamente, una gran proporción de clase media y acomodada profesional blanca y de color, adultos mayores, jóvenes estudiantes, y por otro lado afroamericanos y migrantes. Estos se opusieron a continuar con una Presidencia basada en el nacionalismo radical, la división, el odio, el racismo, la misoginia y el desconocimiento de la ciencia y la experiencia. Y eligieron un político demócrata tradicional, digno y respetuoso de las instituciones.
Pareciera ser que el centro político y social aún importa.
“El día después” en EE.UU. será una tarea ímproba. Primero y por largo tiempo, será preciso atravesar el abismo de la polarización evidente en los números de votantes y que se ha vivido más profundamente estos últimos cuatro años.
Luego, el sueño de una economía que mejora se esfumará pronto si la transición del Ejecutivo demora por la aparente obstinación de Trump para conceder su derrota, y para que la nueva administración empiece a tomar las decisiones inmediatas que permitan revertir el populismo del gobierno republicano.
Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía, señala que Trump se inauguró con una rebaja de impuestos duradera para los más ricos, y temporal para las personas de ingresos medios y bajos. Esto produjo una efímera bonanza. Aunque la recuperación económica venía avanzando desde la crisis del 2008, Obama no había logrado esa transformación estructural frente al cambio climático y sus efectos en el empleo y la salud de las personas, para abrirse hacia una economía digital, verde y diversificada para la gran mayoría.
Se necesitará un examen profundo de las motivaciones de la casi mitad del país que votó la reelección de Trump y que permita salvar la distancia política y cultural entre sus 50 estados. Puede que Trump no permanezca, pero lo que representa esencialmente como aspiración de una buena parte de sus votantes seguirá existiendo, a través de un Partido Republicano empoderado y atrincherado en el Senado.
El desafío en lo social y, particularmente, en reformar el sistema de salud será inmenso en una sociedad corroída por el racismo, la discriminación, y el abismo económico entre el 1% más rico y los demás, donde los derechos humanos no son garantizados para la gran mayoría y apenas reconocidos como aplicables a EE.UU.
La pérdida de prestigio y credibilidad internacional sufrida por la que es la primera democracia, con todos sus defectos y complejidades, es tan profunda que será otro desafío para Biden poder retomar una senda de potencia mundial, ahora en la sombra de una China moderna y estratégica. EE.UU. puede regresar al Acuerdo de París, pagar sus cuotas a la OMS o volver a la OMC y al Consejo de Derechos Humanos, pero los países de América Latina, los europeos y gran parte de Asia tendremos que seguir en nuestra senda. Stiglitz y muchos otros están llamando a un nuevo orden internacional, más balanceado y justo, ¿será posible o es otra quimera?
Contenido publicado en La Tercera