Los países que integran los grandes acuerdos comerciales continúan avanzando para promover una mayor diversificación de sus mercados mientras la región permanece estancada.
Quizás pasó desapercibido para muchos, pero este mes Asia irrumpió de manera definitiva en el mundo comercial: se firmó la Asociación Económica Integral Regional (el RCEP, por su sigla en inglés), un bloque comercial formado por China, Japón, Corea del Sur, Australia, Nueva Zelanda y todos los países del sudeste asiático. Es un hito. En su conjunto, son un mercado de 2200 millones de personas (30 por ciento de la población mundial) y un PIB de poco más de 26 billones de dólares (alrededor del 30 por ciento del producto mundial).
En plena pandemia del coronavirus, mientras aumentan las tensiones entre Estados Unidos y China, al tiempo en que la Unión Europea aún no logra resolver el Brexit, el mensaje enviado por el RCEP es fuerte y claro: en Asia, no se pierde el tiempo. Es un mensaje que América Latina parece no escuchar ni imitar.
En Asia entienden, por ejemplo, que el proteccionismo que sacude a los países del Atlántico Norte no es el mejor camino a seguir. Han sabido entender que diferencias geopolíticas, como las que existen entre China y Japón y Corea del Sur, o entre la misma Australia y China, no deben obstaculizar la ruta hacia flujos comerciales más abiertos.
¿Qué significa el RCEP para América Latina? Por una parte, indica que Asia, el principal mercado para una buena parte de los países sudamericanos, seguirá creciendo en importancia y conformando una parte cada vez mayor de la economía mundial. Por otra, como América Latina no es parte del acuerdo, refleja la marginación de la región de estos tratados plurilaterales que surgen ante el estancamiento de la Ronda Doha de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
La triste realidad es que la fragmentación de la región y su incapacidad de acción colectiva en el plano multilateral la condena a un papel cada vez más secundario en la economía política global, con consecuencias nefastas para su desarrollo. El contraste con la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) —impulsores del RCEP— no podría ser más grande.
En adición al RCEP, estos acuerdos incluyen el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (CPTPP, por su sigla en inglés), integrado, entre otros, por Japón, Australia, Nueva Zelandia, Chile, Perú y México; el intento por un Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión (TTIP) entre Estados Unidos y la Unión Europea; el Acuerdo sobre el Comercio de Servicios (ACS) —que reúne un 70 por ciento del comercio mundial del sector— y otros. Estos tratados nos dicen que los países comprometidos con la liberalización comercial buscan “refugios de consensos” ante el anquilosamiento de las negociaciones multilaterales.
La firma de estos “megatratados” internacionales podría llegar a tener un fuerte impacto en la economía mundial. No solo por las dimensiones de los dos recientes megatratados (el RCEP y el CPTPP), sino también porque el RCEP, por ejemplo, contempla áreas tan diversas como la regulación de emisiones, subsidios agrícolas, propiedad intelectual, comunicaciones y servicios. Y economías emergentes como las de América Latina deberían ver cómo adaptarse a las nuevas regulaciones que este tipo de negociaciones pueden llegar a promover.
Por otra parte, las elecciones estadounidenses, y la posibilidad de ver un Estados Unidos más proactivo en reestablecer sus lazos comerciales con el mundo, fueron clave para que los miembros del RCEP (China especialmente) continuaran las negociaciones y firmaran un pacto que facilitará mucho el comercio entre sus países. Esto hace posible que Estados Unidos, con Biden a la cabeza, no quiera quedarse fuera de los megatratados y reactive sus lazos con el CPTPP.
La mala noticia es que esto conformará un mundo comercial bipolar constituido por dos grandes bloques comerciales en los que gran parte de América Latina no participa.
Concretamente en el RCEP, América Latina no tiene arte ni parte (aunque Chile realizó gestiones para asociarse al mismo en su momento), y es en buena medida emblemático del aislamiento que sufre la región de los grandes procesos de cambio que se dan en el mundo de hoy. La inserción internacional de la región, muy distante de las cadenas globales de valor en que se basa la producción actualmente, contrasta con la situación de los países del sudeste asiático, que sí han sabido vincularse a esas cadenas de valor, algo que afianzan con este tratado.
Lo ideal sería avanzar en estos temas de liberalización comercial y otros rubros en negociaciones multilaterales de carácter universal. Sin embargo, vivimos en un mundo imperfecto, de soluciones subóptimas. El punto central para América Latina es entender que los países que integran estos megatratados continuarán avanzando para promover una mayor diversificación de sus mercados. Y los países de la región se encuentran cada vez más alejados de esas conversaciones. Es un escenario desfavorable: desde estos megatratados se están escribiendo las reglas del comercio del siglo XXI.
Aquellos que no son parte de los grandes acuerdos, estarán en desventaja, no solo en lo comercial, sino que también por no haber participado en el diseño de nuevos reglamentos que surgirán. Es posible que, en pocos años, estos países que hoy avanzan en los tratados más ambiciosos digan: “Ya concertamos las nuevas reglas para nuestro comercio. Tómenlas o déjenlas”.
¿Entonces, qué hacer?
Es crucial que los países de América Latina que no son parte de estos acuerdos reaccionen y se vinculen a ellos. Es allí donde se forja el mundo que viene.
Sería más conveniente que estos debates se den en el ámbito de la OMC, pero la práctica ha mostrado que hoy es cada vez más complejo lograr consensos globales. Todo esto implica no solo relacionarse a estos acuerdos en curso, sino que también tomar iniciativas para la creación de nuevos acuerdos comerciales.
Si lo ha hecho la ASEAN, no hay razón para que no lo pueda hacer América Latina. Las grandes potencias no tienen el monopolio en la materia. Este es el momento.
Nicolás Albertoni es profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Católica del Uruguay.
Jorge Heine es profesor de Relaciones Internacionales en la Escuela Pardee de Estudios Globales en la Universidad de Boston. Fue embajador de Chile en China de 2014 a 2017.
Contenido publicado en The New York Times