Fernando Maura, diputado y responsable de relaciones internacionales de Ciudadanos, y media docena de invitados españoles, casi todos políticos de partidos de centro derecha, estuvieron a punto de perder la vida el 30 de junio de 2018 en Villepinte, en la periferia de París. Junto con Rudy Giuliani, abogado del presidente Donald Trump, la colombiana Ingrid Bentancourt y un puñado de parlamentarios británicos, franceses, etcétera, asistían allí al congreso del Consejo Nacional de la Resistencia de Irán (CNRI), el principal movimiento de oposición al régimen de los ayatolás, más conocido como los Muyahidines Khalq.
Ese mismo día por la mañana, la policía belga detuvo en Bruselas a un matrimonio belga de origen iraní que se disponía a viajar a Villepinte con un artefacto explosivo, compuesto por medio kilo de peróxido de acetona (TATP), mientras sus colegas franceses echaban el guante a Merhad, un iraní que debía guiar a la pareja hasta el congreso del CNRI. El objetivo era asesinar a Maryam Rajavi, la lideresa de los Muyahidines Khalq, y a los que estuvieran a su lado.
El frustrado atentado había sido planificado por Assadollah Assadi, tercer consejero de la embajada de Irán en Viena, que entregó el explosivo al matrimonio en Luxemburgo. Assadi, un agente del Ministerio de Inteligencia y Seguridad, fue detenido en Alemania y extraditado a Bélgica. Acaba de ser juzgado este mes, junto con sus dos cómplices, por un tribunal de Amberes. “El plan del atentado fue concebido en nombre del liderazgo de Irán y bajo su dirección”, afirmó el fiscal Frédéric Van Leeuw, antes de pedir que Assadi fuera condenado a 20 años.
Los servicios secretos iraníes son, presuntamente, los autores de los atentados que acabaron con la vida de varios exiliados en Europa como Ali Motadem, en 2015, y Ahmad Molla Nissi, en 2017, ambos perpetrados en los Países Bajos. Nunca, sin embargo, hasta la fecha un funcionario iraní había sido juzgado —la sentencia se conocerá en enero— por terrorismo. Assadi es el primero y su condena podría acarrear nuevas sanciones europeas diplomáticas y económicas contra Irán.
Mohamed bin Salman (MBS), el príncipe heredero y hombre fuerte de Arabia Saudí, ordenó el descuartizamiento, el 2 de octubre de 2018 en el consulado saudí en Estambul, del periodista disidente Jamal Khashoggi, según la CIA. Dos semanas después, el Escuadrón del Tigre, brazo armado de la inteligencia saudí, intentó también cruzar la frontera de Canadá para asesinar al exiliado Saad bin Khaled al-Jabri, que fue hasta 2017 asesor de inteligencia del príncipe Mohamed bin Nayef. Este aspiraba a ser el heredero del trono hasta que ese año MBS le desbancó mediante un golpe de palacio y decretó su encierro. Al-Jabri acusa ahora, ante un tribunal de EEUU, al príncipe heredero y a otras 12 personas de intentar liquidarle.
De puertas para afuera, los servicios secretos iraní y saudí emplean métodos parecidos para acabar con la disidencia, aunque quizás estos últimos pongan más cuidado para que en sus atentados no caigan ciudadanos de otros países. De puertas para adentro, sus malas artes son también muy similares. Este mes de diciembre brinda ejemplos de esa analogía.
El periodista disidente iraní Rouhollam Zam, de 41 años, fue ahorcado el sábado en su país. Vivía exiliado en Francia, desde donde animaba en Telegram un canal de noticias AmadNews, que superó el millón de suscriptores. Cometió el error de viajar a Irak, donde fue secuestrado y trasladado a Teherán por los Guardianes de la Revolución. Acusado de colaboración con los servicios secretos francés, estadounidense e israelí, fue condenado a muerte en junio pasado.
Dos días antes de la ejecución de Zam, el tribunal penal de Riad, especializado en terrorismo y crímenes contra la seguridad del Estado, empezó a juzgar a puerta cerrada a Loujain al-Hathloul, de 31 años, la joven que lideró la campaña Women to Drive reivindicando el derecho de las mujeres saudíes a conducir. Secuestrada en Emiratos Árabes Unidos en mayo de 2018, fue trasladada a su país y encarcelada junto con otras cuatro activistas. En prisión, ha sido sometida a torturas y acosada sexualmente, según su hermana Lina, que vive exiliada en Bruselas. El fiscal la acusa de “colaborar con países que no son amigos del Reino y trasladarles información clasificada”, según explicó el ministro saudí de Asuntos Exteriores, príncipe Faisal bin Farhan. No será probablemente condenada a muerte, pero sí a unos cuantos años de cárcel y a varias sesiones de latigazos.
Pese a las analogías entre los regímenes iraní y saudí, Occidente les aplica una doble vara de medir. Sobre el régimen de los ayatolás llueven las sanciones, sobre todo por parte de EEUU, pero también la Unión Europea las aplicó en su día, aunque tras el acuerdo nuclear de 2015 prácticamente se levantaron. A ojos de Occidente, Irán sigue siendo, sin embargo, un Estado paria.
Arabia Saudí es, en cambio, un país amigo pese a haber exportado a buena parte del mundo un islam radical, el wahabismo, que ha sido, a veces, la antesala del salafismo yihadista, es decir, del terrorismo, y estar involucrado hasta las cejas en la guerra civil de Yemen. Las resoluciones del Parlamento Europeo, la última en septiembre pasado, preconizando un embargo de la venta de armas tras el asesinato de Khashoggi son letra muerta para la mayoría de los miembros de la UE. Los cuatro mejores clubes españoles de fútbol celebraron en enero la Supercopa en Arabia Saudí. Ningún Estado puso reparos a que fuera Arabia Saudí la que presidiera y organizara el mes pasado la cumbre virtual de los 20 países con más peso demográfico y económico en el mundo (G-20).
Ni siquiera se cuestionó que también el reino de los Al Saud encabezase la versión femenina del G-20 (WG-20), que examina las desigualdades que padecen las mujeres y esboza propuestas para mitigarlas. Mientras tanto, Loujain al-Hathloul y otras cuatro activistas se pudren detrás de los barrotes desde hace 30 meses.
Contenido publicado en El Confidencial